En la época de nuestras abuelas, el amor no era del todo una elección libre, sino una imposición disfrazada de virtud. La devoción hacia el esposo era un mandato social, más que un sentimiento genuino. Las mujeres carecían de los derechos más básicos para tomar decisiones sobre su vida y su futuro. El amor no era una cuestión de libertad, sino parte de una estructura que limitaba sus opciones, condenándolas a la dependencia total del hombre.
Hasta 1961, una mujer en México no tenía las mismas garantías laborales. Un empleador podía legalmente negarse a contratarla simplemente por ser mujer. Sin ingresos propios, muchas debían soportar relaciones abusivas, ya que no había más puertas abiertas que las de la casa de su esposo. El sistema se aseguraba de mantenerlas dentro de los roles tradicionales.
Hasta 1974, las mujeres no podían comprar una propiedad a su nombre. El control sobre los bienes y el acceso al crédito estaba en manos de los hombres, lo que mantenía a las mujeres atadas y sin salida. La posibilidad de tener un espacio propio no existía sin el respaldo de un varón.
Hasta 1988, era legal negarse a alquilar una vivienda a una mujer con hijos. Una madre soltera era percibida como incapaz de asumir la responsabilidad de un hogar por sí misma. Las mujeres debían aceptar lo que la sociedad les dejaba, con pocas opciones de construir una vida distinta.
El estigma para las mujeres divorciadas era aún más fuerte. Decidir romper con un matrimonio implicaba no solo enfrentar el juicio social, sino también la condena moral. Una mujer que dejaba a su esposo, aunque fuera para escapar de la violencia, era vista como un fracaso, una “mujer incompleta”. La sociedad las tildaba de “egoístas” o “irresponsables” “inmorales”, como si elegir su bienestar fuera un acto de rebeldía intolerable. La vergüenza del divorcio recaía casi exclusivamente sobre las mujeres, perpetuando la idea de que su valor dependía de su rol dentro de un matrimonio.
Hasta 1953, las mujeres no podían votar ni ser votadas en México. Participar en la política, tener voz y representar a sus comunidades era impensable. A pesar de ganar este derecho, hasta 1973 las mujeres no podían participar plenamente en la democracia. Los partidos políticos las marginaban y las instituciones las excluían de los espacios de poder.
El amor, la devoción y el respeto eran conceptos moldeados a conveniencia de un sistema que controlaba a las mujeres. Aquellas que decidían no casarse, no tener hijos o seguir sus propias ambiciones eran severamente juzgadas. Las estructuras legales y sociales reforzaban la dependencia emocional y económica de las mujeres, castigando cualquier intento de independencia con aislamiento y desprestigio.
Hoy, tras décadas de lucha, las mujeres hemos conquistado derechos que nuestras abuelas ni siquiera podían soñar. Decidir sobre nuestros cuerpos, nuestra educación, nuestra carrera y nuestro lugar en el mundo es un triunfo que no podemos dar por sentado. Sin embargo, la conquista no está completa. Aún enfrentamos prejuicios, barreras invisibles y un techo de cristal que se refuerza cada vez que una mujer es señalada por “querer demasiado”.
Es tiempo de que las mujeres definamos qué significa amar y ser amadas, en un entorno de equidad y libertad. El amor que realmente queremos es aquel que se construye desde el respeto y la igualdad, no desde el miedo a no tener otra opción.
“Cuando las mujeres lideran, ganamos todos”.