/ domingo 21 de julio de 2024

El mundo iluminado / Abiertos al infinito

elmundoiluminado.com

Las instituciones religiosas están en crisis. Cada año las iglesias de cualquier vertiente y latitud hacen mayores esfuerzos por mantener activa su membresía, y la vida espiritual de las personas, sin importar su edad, cuando no desaparece, entra al menos en un estado de hibernación. Pero la crisis de las instituciones religiosas no es gratuita, pues el corazón corrompido que las impulsa ha salido a relucir en más de una ocasión; cada vez es más fácil hallar ejemplos de iglesias (de cualquier dogma y vertiente) que contradicen sus propios mandamientos, estatutos, preceptos y leyes sin que haya de por medio una mínima muestra de arrepentimiento. Lo anterior, en parte, es lo que ha alejado a las personas, y las ha cansado, de todo lo relacionado con la espiritualidad.

Prevalece entre nosotros la idea de que la pertenencia a una religión denota una incapacidad para pensar genuinamente y que por ello, en aras de la libertad personal, no hay mejor decisión que romper con todo dogma y alejarse de las iglesias. La proposición, de manera superficial, es cierta, pues la adhesión religiosa limita los actos y pensamientos de sus practicantes debido a que existe la amenaza de un castigo divino, sin embargo, visto el panorama social con más detenimiento es fácil percibir que quien se aleja de las iglesias y niega las religiones no es necesariamente más libre que quien participa en alguna vertiente religiosa y esto es porque si bien un considerable número de personas ha renunciado a los dogmas religiosos, lo ha hecho solamente para adoptar otros dogmas más restrictivos: los de la sociedad capitalista, la cual ha cambiado los templos por empresas y los dioses e ídolos por marcas, de tal suerte que los individuos contemporáneos con toda seguridad están más adoctrinados, domesticados y alienados que los de épocas pasadas, pues al menos ellos, los de antes, tenían ideales de trascendencia y de correspondencia, mientras que los de ahora viven sólo para ellos mismos.

Es importante comprender que el hecho de que una institución religiosa tenga como centro de su discurso a “Dios” (sin importar lo que cada religión entienda por “Dios”), no anula sus posibilidades de injerencia social y financiera. Es decir, las religiones son entes sociales y como tales están facultadas e interesadas en gobernar política y económicamente a la sociedad, de ahí que una iglesia sea incapaz de mantener una congruencia entre lo que predica y lo que verdaderamente hace, siendo el ejemplo más claro el de la prédica de la pobreza, desde los tronos del más reluciente oro; o el de la caridad entre los hombres y mujeres, desde la comodidad que otorga la propiedad privada en su mayor grado de opulencia. Las iglesias (las de todo el mundo) son instituciones políticas creadas para gobernar, adoctrinar (en el sentido negativo) y administrar recursos económicos que hábilmente usurpan bajo la máscara de la espiritualidad.

Sin embargo, como se mencionó anteriormente, este modelo de comportamiento no es exclusivo de las instituciones religiosas, sino que también lo replican casi de manera idéntica todas las empresas trasnacionales que han convencido a la sociedad de consumir sus mercancías, y de que al hacerlo están ejerciendo el más sublime derecho humano: la libertad. ¡Gran mentira!, pero la mayoría de los consumidores son felices en esa mentira, o eso es lo que imaginan, pues la felicidad y la libertad no pueden hallarse en instituciones con fines esclavizantes.

Las iglesias y las empresas son iguales en tanto que ambas apelan a dimensiones intangibles como Dios, la libertad y la felicidad para esclavizar a sus seguidores y/o consumidores. Iglesias y empresas son generadoras de ideologías y toda ideología nacida de oscuros intereses encontrará su mayor manifestación en conductas fanáticas como las que observamos hoy en día. La sociedad está gravemente polarizada y esto es porque para las personas siempre resulta más fácil obedecer, en lugar de pensar, facultad que es propia de la espiritualidad, dimensión intangible que indudablemente otorga los beneficios de la libertad y de la felicidad a quien la practica, siendo la principal característica de la espiritualidad que no necesita de ninguna institución ni religión para poder ejercitarse. El filósofo André Comte Sponville, en El alma del ateísmo, menciona:

«Creer o no en Dios no nos impide poseer una espiritualidad. Podemos prescindir de la religión, pero no de la comunión, de la fidelidad, del amor, ni de la espiritualidad, la cual es demasiado importante como para dejarla en manos de sacerdotes, gurús o espiritualistas. La espiritualidad nos hace distintos a las bestias. ¿Qué es la espiritualidad? Es la vida del espíritu. Y ¿qué es un espíritu? Una cosa pensante, es decir, una cosa que duda, concibe, afirma, niega, quiere y que también imagina, siente, ama, contempla, recuerda, que se burla o bromea... Poco importa que esta “cosa” sea el cerebro, o una sustancia inmaterial. El espíritu es la potencia de pensar en tanto que tiene acceso a la verdad, a lo universal y a la risa. La espiritualidad está ligada a nuestra vida interior, tiene relación con lo absoluto, el infinito o la eternidad. Somos seres finitos abiertos al infinito, seres efímeros abiertos a la eternidad. Hablar de una espiritualidad sin Dios ni religión no es de ninguna manera contradictorio. En Occidente, tal cosa sorprende a veces porque creemos que “religión” y “espiritualidad” son sinónimos: ¡Pero no es así! Estamos en el mundo y pertenecemos al mundo: el espíritu forma parte de la naturaleza.»

Si la espiritualidad es el pensamiento, la duda, la concepción, la afirmación y la imaginación tenemos, entonces, que la espiritualidad es la consciencia. ¿Y qué es la consciencia? Es la capacidad de autopercibirse en relación con el entorno. La consciencia nos fija en el aquí y el ahora, nos permite distinguir el bien del mal, al tiempo que nos aleja de toda postura ideológica fanática y radical como las que actualmente están en boga entre quienes, sin importar si participan dentro de algún sistema religioso (el cual es a fin de cuentas político), se hallan en una grave condición de sumisión. La libertad es exclusiva de quienes están abiertos al infinito.

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Las instituciones religiosas están en crisis. Cada año las iglesias de cualquier vertiente y latitud hacen mayores esfuerzos por mantener activa su membresía, y la vida espiritual de las personas, sin importar su edad, cuando no desaparece, entra al menos en un estado de hibernación. Pero la crisis de las instituciones religiosas no es gratuita, pues el corazón corrompido que las impulsa ha salido a relucir en más de una ocasión; cada vez es más fácil hallar ejemplos de iglesias (de cualquier dogma y vertiente) que contradicen sus propios mandamientos, estatutos, preceptos y leyes sin que haya de por medio una mínima muestra de arrepentimiento. Lo anterior, en parte, es lo que ha alejado a las personas, y las ha cansado, de todo lo relacionado con la espiritualidad.

Prevalece entre nosotros la idea de que la pertenencia a una religión denota una incapacidad para pensar genuinamente y que por ello, en aras de la libertad personal, no hay mejor decisión que romper con todo dogma y alejarse de las iglesias. La proposición, de manera superficial, es cierta, pues la adhesión religiosa limita los actos y pensamientos de sus practicantes debido a que existe la amenaza de un castigo divino, sin embargo, visto el panorama social con más detenimiento es fácil percibir que quien se aleja de las iglesias y niega las religiones no es necesariamente más libre que quien participa en alguna vertiente religiosa y esto es porque si bien un considerable número de personas ha renunciado a los dogmas religiosos, lo ha hecho solamente para adoptar otros dogmas más restrictivos: los de la sociedad capitalista, la cual ha cambiado los templos por empresas y los dioses e ídolos por marcas, de tal suerte que los individuos contemporáneos con toda seguridad están más adoctrinados, domesticados y alienados que los de épocas pasadas, pues al menos ellos, los de antes, tenían ideales de trascendencia y de correspondencia, mientras que los de ahora viven sólo para ellos mismos.

Es importante comprender que el hecho de que una institución religiosa tenga como centro de su discurso a “Dios” (sin importar lo que cada religión entienda por “Dios”), no anula sus posibilidades de injerencia social y financiera. Es decir, las religiones son entes sociales y como tales están facultadas e interesadas en gobernar política y económicamente a la sociedad, de ahí que una iglesia sea incapaz de mantener una congruencia entre lo que predica y lo que verdaderamente hace, siendo el ejemplo más claro el de la prédica de la pobreza, desde los tronos del más reluciente oro; o el de la caridad entre los hombres y mujeres, desde la comodidad que otorga la propiedad privada en su mayor grado de opulencia. Las iglesias (las de todo el mundo) son instituciones políticas creadas para gobernar, adoctrinar (en el sentido negativo) y administrar recursos económicos que hábilmente usurpan bajo la máscara de la espiritualidad.

Sin embargo, como se mencionó anteriormente, este modelo de comportamiento no es exclusivo de las instituciones religiosas, sino que también lo replican casi de manera idéntica todas las empresas trasnacionales que han convencido a la sociedad de consumir sus mercancías, y de que al hacerlo están ejerciendo el más sublime derecho humano: la libertad. ¡Gran mentira!, pero la mayoría de los consumidores son felices en esa mentira, o eso es lo que imaginan, pues la felicidad y la libertad no pueden hallarse en instituciones con fines esclavizantes.

Las iglesias y las empresas son iguales en tanto que ambas apelan a dimensiones intangibles como Dios, la libertad y la felicidad para esclavizar a sus seguidores y/o consumidores. Iglesias y empresas son generadoras de ideologías y toda ideología nacida de oscuros intereses encontrará su mayor manifestación en conductas fanáticas como las que observamos hoy en día. La sociedad está gravemente polarizada y esto es porque para las personas siempre resulta más fácil obedecer, en lugar de pensar, facultad que es propia de la espiritualidad, dimensión intangible que indudablemente otorga los beneficios de la libertad y de la felicidad a quien la practica, siendo la principal característica de la espiritualidad que no necesita de ninguna institución ni religión para poder ejercitarse. El filósofo André Comte Sponville, en El alma del ateísmo, menciona:

«Creer o no en Dios no nos impide poseer una espiritualidad. Podemos prescindir de la religión, pero no de la comunión, de la fidelidad, del amor, ni de la espiritualidad, la cual es demasiado importante como para dejarla en manos de sacerdotes, gurús o espiritualistas. La espiritualidad nos hace distintos a las bestias. ¿Qué es la espiritualidad? Es la vida del espíritu. Y ¿qué es un espíritu? Una cosa pensante, es decir, una cosa que duda, concibe, afirma, niega, quiere y que también imagina, siente, ama, contempla, recuerda, que se burla o bromea... Poco importa que esta “cosa” sea el cerebro, o una sustancia inmaterial. El espíritu es la potencia de pensar en tanto que tiene acceso a la verdad, a lo universal y a la risa. La espiritualidad está ligada a nuestra vida interior, tiene relación con lo absoluto, el infinito o la eternidad. Somos seres finitos abiertos al infinito, seres efímeros abiertos a la eternidad. Hablar de una espiritualidad sin Dios ni religión no es de ninguna manera contradictorio. En Occidente, tal cosa sorprende a veces porque creemos que “religión” y “espiritualidad” son sinónimos: ¡Pero no es así! Estamos en el mundo y pertenecemos al mundo: el espíritu forma parte de la naturaleza.»

Si la espiritualidad es el pensamiento, la duda, la concepción, la afirmación y la imaginación tenemos, entonces, que la espiritualidad es la consciencia. ¿Y qué es la consciencia? Es la capacidad de autopercibirse en relación con el entorno. La consciencia nos fija en el aquí y el ahora, nos permite distinguir el bien del mal, al tiempo que nos aleja de toda postura ideológica fanática y radical como las que actualmente están en boga entre quienes, sin importar si participan dentro de algún sistema religioso (el cual es a fin de cuentas político), se hallan en una grave condición de sumisión. La libertad es exclusiva de quienes están abiertos al infinito.