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El cuerpo humano es la representación a escala del cuerpo cósmico, es decir, de la realidad. Lo cósmico es todo aquello que tiene cierto orden, mientras que lo caótico es el desorden. En este sentido, la naturaleza es, por excelencia, cósmica, pues bajo su propia ley, incomprensible por entero al ser humano, hay un orden que garantiza la continuidad de la vida.
Los conceptos de “bien” y de “mal” no existen en la naturaleza, pues ésta no es moral, únicamente el ser humano es natural y moral al mismo tiempo, pues es la única especie capaz de pensarse a sí misma; el resto de las criaturas carece de una consciencia del yo.
El objetivo de la naturaleza es la perpetuación de la vida en general, de la vida como sistema, mientras que el del ser humano es la satisfacción de su propia vida individual, y si la naturaleza ha triunfado en el mantenimiento y perpetuación de la vida es porque no tiene reparo en permitir que perezcan los organismos que así tengan que hacerlo con tal de seguir cumpliendo con el objetivo. Por otro lado, el ser humano no está dispuesto a ceder, ni como especie ni como individuo, sino que busca desarrollar mecanismos que le permitan extender su estancia en esta tierra, aún cuando éstos atenten en contra de la naturaleza misma, lo cual, de alguna manera, es un suicidio, pues en contra de lo que se está actuando es del orden cósmico.
El orden cósmico está presente en el cuerpo humano en tanto que nada de éste es accesorio, sino que ha sido diseñado para cumplir con alguna función, la cual podemos o no comprender. Al diseñador cósmico algunos lo llaman “Inteligencia superior”, otros le dan la denominación de “Dios”, pero realmente nadie sabe ni puede comprender quién o qué está detrás del diseño magistral de la naturaleza. A algunas personas les gusta imaginar que este diseñador es antropomórfico, es decir, con imagen y semejanza nuestra, mientras que habrá quienes lejos de atribuirle capacidades y formas humanas, prefieran plantearlo como una “energía” o “voluntad” antigua que ata a todas las formas del universo, al mismo tiempo que las dota de un movimiento y sentido que las faculta a cumplir con su función.
Es evidente que para el ser humano todo puede ser cotidiano y banal cuando se mantiene un contacto continuo, es decir, el ser humano deja de maravillarse de aquello que siempre ve, oye, prueba, huele y siente, aún cuando aquello que percibe sea único en el universo. Ejemplo de lo anterior es la vida misma, la cual para la mayoría es un hecho irrelevante y desdeñable, pues dan por hecho que la vida siempre estará ahí para satisfacer sus necesidades egoicas, sin embargo, la vida desaparece cuando uno menos lo imagina y sin dejarnos siquiera la posibilidad de emularla, pues hasta ahora ningún científico ha sido capaz de crear vida, tan sólo ha conseguido emular; la vida se originó en un punto desconocido para todos y por razones que nunca comprenderemos.
La vida que ahora mismo tenemos no fue creada por nosotros, sino que la heredamos de nuestros padres, quienes a su vez heredaron también su vida de sus propios padres, y así sucesivamente en una línea del tiempo que se prolonga hasta un pasado inimaginable en el que, en su origen, en un instante se encendió el fuego de vida que todos hemos ido heredando sin que le demos el justo merecimiento que le corresponde. Si tomamos en cuenta que todas las formas de vida (animal, vegetal u otra) tienen el mismo punto de inicio, no es difícil comprender la fraternidad que nos debemos, aunque estas son palabras mayores para el grueso de una sociedad que difícilmente puede imaginar algo más allá de su propio ombligo, es decir, de su ego.
Anhelamos vivir para saber más, cuando en realidad la operación es contraria: tenemos que saber más para poder vivir, y es que si bien la vida tiene en parte un funcionamiento natural y “automático”, la comprensión y mejoramiento de esta vida implica un acto de consciencia, el cual en sí mismo es antinatural porque involucra a la moral en ello y, por ende, a los conceptos de “bien” y de “mal”. El filósofo Juan Berraondo, en su obra El estoicismo, la limitación interna del sistema, se expresa en estos términos de la naturaleza y de la vida:
«Para Epicteto, la finalidad es vivir conforme a la naturaleza. Para el estoico, la naturaleza se opone al artificio, mientras que la conformidad, la armonía con la naturaleza, es para cada quien un acuerdo con su propia naturaleza racional y, en consecuencia, acuerdo con la racionalidad universal. La conformidad con la naturaleza es acuerdo interno, conformidad consigo mismo, pero la fórmula hace también referencia a un mundo exterior. Se trata de acomodar el comportamiento individual a la ley que rige al universo. Los hados, lo que no depende de nosotros, nos envuelven y diseñan nuestra existencia. Representan el mundo exterior que no se puede ignorar y vale más intentar una reconciliación con el destino. Por ello el estoicismo viene a exigir que el acuerdo con la propia naturaleza racional deberá ser también acuerdo con la racionalidad universal. El universo, la realidad, no puede equivocarse y si el sujeto se guía en su vida por las mismas leyes que rigen en esa esfera, no tendrá ya motivos para desconfiar acerca de la rectitud de su acción. El universo, por consiguiente, tendrá que estar constituido de tal modo que permita ese acuerdo interno, tendrá que garantizar su posibilidad.»
Vivir conforme a la naturaleza no es sencillo porque ello nos enfrenta a dilemas como lo que entendemos por “vivir” y por “naturaleza”. El cuerpo que ahora mismo habitamos algunos han planteado que no es más que un vehículo o estuche, sin embargo, nuestro cuerpo responde a las mismas leyes cósmicas que rigen al universo, de ahí que el cuerpo sea un microcosmos y que la comprensión cabal del mismo nos permita entender a la creación en su conjunto. Como es afuera es adentro, de ahí que el primer paso sea un acuerdo interno.