/ domingo 14 de julio de 2024

El mundo iluminado / Buenos maestros

elmundoiluminado.com

Una evidencia de nuestra imprudencia es la tendencia que tenemos a creer que conocemos algo por el simple hecho de que antes ya lo hemos visto. Los adultos (y poco a poco también los niños) se maravillan cada vez menos con el mundo que los rodea porque suponen que lo comprenden, suponen que basta con haber mirado algo para saberlo, y así pasan cada vez más tiempo volcados hacia una realidad virtual mientras que el mundo pasa a través de ellos sin que lo noten. Y al final, cuando el día de volver a la tierra se manifiesta, no falta quien se lamenta por no haber aprovechado el tiempo que ahora se ha perdido.

El hecho de que podamos ver algo, no implica que lo conozcamos ni que lo comprendamos, y no hace falta un ejemplo distante para corroborarlo, es suficiente con que miremos nuestra mano, ahora mismo, y nos preguntemos: ¿realmente conozco mi mano?, ¿cuántas líneas recorren su palma?, ¿cuáles son sus componentes?, ¿cómo es que se mueve?, ¿cuál es el origen de su fuerza?, etcétera. En este sentido, cabría también la pregunta de si en verdad podemos conocer algo, o de si es necesario saberlo todo con respecto a ese algo para afirmar que lo conocemos, pues de ser así no conocemos nada verdaderamente.

A diferencia de los niños, cuyo estado de inocencia los mantiene en una condición mental menos condicionada, los adultos estamos sobrecargados de prejuicios y por ello es que andamos por la vida emitiendo juicios de valor y determinando lo que es bueno o malo, siendo estos juicios y determinaciones casi siempre equivocados. Qué importantes son, este sentido, las palabras de Pablo de Tarso en su Primera carta a los corintios, capítulo 13, versículos 11 y 12, cuando dice: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño y juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre empecé a ver como en un espejo y oscuramente».

El mencionado pasaje hace hincapié en la idea de que al perder el estado de pureza, que es propio de la infancia, el ser humano adulto adquiere una perspectiva retorcida de la realidad y, por consiguiente, errada. Y es que si el adulto ve como en un espejo, significa que lo que ve lo percibe en un sentido invertido con respecto a lo real, pero, además, entre tinieblas. Pero hay más, el niño habla como niño, es decir, habla como lo que es; en cambio, podemos suponer que el adulto no habla como adulto, ni tampoco como niño, así como tampoco piensa como adulto ni juzga como adulto; lo que Pablo de Tarso manifiesta es que al llegar a la edad de la adultez el ser queda escindido, separado de sí mismo, y por eso no actúa como lo que es, sino como algo más, pero a fin de cuentas accesorio y falso.

Esta escisión o separación de uno mismo se debe, en gran medida, a que en la adultez (de cualquier época histórica, pero más en la actual) el ser sufre la enajenación de sí mismo, es decir, hay una desconexión física, mental y espiritual de uno mismo con respecto al mundo que nos rodea, lo cual nos lleva a una vida rutinaria y de prácticas monótonas que desempeñamos en un automatismo cuyos efectos evidentes son los del estrés y la frustración. El individuo enajenado contemporáneo, ya sea adulto o niño, desprecia al mundo que le rodea, principalmente al mundo natural, pues el máximo valor de nuestro tiempo se halla en el desarrollo tecnológico, el cual si bien es importante, no debe de elevarse a la condición idólatra que en este tiempo la caracteriza.

Los adultos que conformamos a la sociedad nos hemos desconectado física, mental y espiritualmente del mundo porque nos mantenemos en el equivocado empeño de suponer que somos superiores al mundo natural, sin darnos cuenta de que estamos sometidos a todas sus leyes. Pero, además, nuestra desconexión está fuertemente motivada por nuestra ceguera selectiva, por el hecho de suponer que conocemos las cosas sólo porque las hemos visto exteriormente, imaginando que con esto basta para también comprenderlas internamente. Sin embargo, lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que queremos o podemos ver a partir de nuestras limitaciones mentales. Es decir, si yo veo un animal, una persona, una planta o una cosa, no veo a ese animal, a esa persona, a esa planta ni a esa cosa desde lo que son como animal, persona, planta o cosa, sino desde lo que yo entiendo que es un animal, una planta, una persona o una cosa. En este sentido, todo pensamiento e idea que tengamos, limita nuestra concepción de lo real. El médico Jon Kabat-Zinn, en su obra Vivir con plenitud las crisis, lo menciona:

«¿Has visto alguna vez, al mirar a un perro, toda su “perritud”? Cuando lo vemos de verdad, un perro es un auténtico milagro. ¿Qué es? ¿De dónde viene? ¿Qué está haciendo aquí? Estas son las preguntas que suelen hacerse los niños. La visión adulta, sin embargo, es una visión fatigada. Los adultos, cuando miramos las cosas, no lo hacemos como si las viésemos por primera vez, sino a través del velo interpuesto por nuestras opiniones. Esta actitud mental nos impide ver al perro en su «perritud». ¿Y qué podemos decir con respecto a los pájaros, gatos, árboles, flores y otras especies? Cuando realmente miramos un ser, difícilmente podemos creer que exista. Los perros, las flores, las montañas y el mar son tan buenos maestros porque reflejan nuestra propia mente. Cuando contemplamos las cosas con una atención plena, vemos las cosas de un modo nuevo. Es entonces cuando las experiencias ordinarias revelan, sin dejar de serlo, su dimensión extraordinaria. Cada una sigue siendo lo que es. Lo único que cambia es que ahora advertimos más su plenitud. Y, cuando eso cambia, cambia todo.»

Las civilizaciones antiguas adquirieron su conocimiento sólo observando. Es en los seres y cosas en donde la sabiduría yace. Cuando observamos algo, lo que sea, realmente estamos viendo lo que nuestra mente refleja como en un espejo y oscuramente. El misterio del cosmos está en el perro, en la flor, en el mar; de cada quien dependerá aprender de los buenos maestros.

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Una evidencia de nuestra imprudencia es la tendencia que tenemos a creer que conocemos algo por el simple hecho de que antes ya lo hemos visto. Los adultos (y poco a poco también los niños) se maravillan cada vez menos con el mundo que los rodea porque suponen que lo comprenden, suponen que basta con haber mirado algo para saberlo, y así pasan cada vez más tiempo volcados hacia una realidad virtual mientras que el mundo pasa a través de ellos sin que lo noten. Y al final, cuando el día de volver a la tierra se manifiesta, no falta quien se lamenta por no haber aprovechado el tiempo que ahora se ha perdido.

El hecho de que podamos ver algo, no implica que lo conozcamos ni que lo comprendamos, y no hace falta un ejemplo distante para corroborarlo, es suficiente con que miremos nuestra mano, ahora mismo, y nos preguntemos: ¿realmente conozco mi mano?, ¿cuántas líneas recorren su palma?, ¿cuáles son sus componentes?, ¿cómo es que se mueve?, ¿cuál es el origen de su fuerza?, etcétera. En este sentido, cabría también la pregunta de si en verdad podemos conocer algo, o de si es necesario saberlo todo con respecto a ese algo para afirmar que lo conocemos, pues de ser así no conocemos nada verdaderamente.

A diferencia de los niños, cuyo estado de inocencia los mantiene en una condición mental menos condicionada, los adultos estamos sobrecargados de prejuicios y por ello es que andamos por la vida emitiendo juicios de valor y determinando lo que es bueno o malo, siendo estos juicios y determinaciones casi siempre equivocados. Qué importantes son, este sentido, las palabras de Pablo de Tarso en su Primera carta a los corintios, capítulo 13, versículos 11 y 12, cuando dice: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño y juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre empecé a ver como en un espejo y oscuramente».

El mencionado pasaje hace hincapié en la idea de que al perder el estado de pureza, que es propio de la infancia, el ser humano adulto adquiere una perspectiva retorcida de la realidad y, por consiguiente, errada. Y es que si el adulto ve como en un espejo, significa que lo que ve lo percibe en un sentido invertido con respecto a lo real, pero, además, entre tinieblas. Pero hay más, el niño habla como niño, es decir, habla como lo que es; en cambio, podemos suponer que el adulto no habla como adulto, ni tampoco como niño, así como tampoco piensa como adulto ni juzga como adulto; lo que Pablo de Tarso manifiesta es que al llegar a la edad de la adultez el ser queda escindido, separado de sí mismo, y por eso no actúa como lo que es, sino como algo más, pero a fin de cuentas accesorio y falso.

Esta escisión o separación de uno mismo se debe, en gran medida, a que en la adultez (de cualquier época histórica, pero más en la actual) el ser sufre la enajenación de sí mismo, es decir, hay una desconexión física, mental y espiritual de uno mismo con respecto al mundo que nos rodea, lo cual nos lleva a una vida rutinaria y de prácticas monótonas que desempeñamos en un automatismo cuyos efectos evidentes son los del estrés y la frustración. El individuo enajenado contemporáneo, ya sea adulto o niño, desprecia al mundo que le rodea, principalmente al mundo natural, pues el máximo valor de nuestro tiempo se halla en el desarrollo tecnológico, el cual si bien es importante, no debe de elevarse a la condición idólatra que en este tiempo la caracteriza.

Los adultos que conformamos a la sociedad nos hemos desconectado física, mental y espiritualmente del mundo porque nos mantenemos en el equivocado empeño de suponer que somos superiores al mundo natural, sin darnos cuenta de que estamos sometidos a todas sus leyes. Pero, además, nuestra desconexión está fuertemente motivada por nuestra ceguera selectiva, por el hecho de suponer que conocemos las cosas sólo porque las hemos visto exteriormente, imaginando que con esto basta para también comprenderlas internamente. Sin embargo, lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que queremos o podemos ver a partir de nuestras limitaciones mentales. Es decir, si yo veo un animal, una persona, una planta o una cosa, no veo a ese animal, a esa persona, a esa planta ni a esa cosa desde lo que son como animal, persona, planta o cosa, sino desde lo que yo entiendo que es un animal, una planta, una persona o una cosa. En este sentido, todo pensamiento e idea que tengamos, limita nuestra concepción de lo real. El médico Jon Kabat-Zinn, en su obra Vivir con plenitud las crisis, lo menciona:

«¿Has visto alguna vez, al mirar a un perro, toda su “perritud”? Cuando lo vemos de verdad, un perro es un auténtico milagro. ¿Qué es? ¿De dónde viene? ¿Qué está haciendo aquí? Estas son las preguntas que suelen hacerse los niños. La visión adulta, sin embargo, es una visión fatigada. Los adultos, cuando miramos las cosas, no lo hacemos como si las viésemos por primera vez, sino a través del velo interpuesto por nuestras opiniones. Esta actitud mental nos impide ver al perro en su «perritud». ¿Y qué podemos decir con respecto a los pájaros, gatos, árboles, flores y otras especies? Cuando realmente miramos un ser, difícilmente podemos creer que exista. Los perros, las flores, las montañas y el mar son tan buenos maestros porque reflejan nuestra propia mente. Cuando contemplamos las cosas con una atención plena, vemos las cosas de un modo nuevo. Es entonces cuando las experiencias ordinarias revelan, sin dejar de serlo, su dimensión extraordinaria. Cada una sigue siendo lo que es. Lo único que cambia es que ahora advertimos más su plenitud. Y, cuando eso cambia, cambia todo.»

Las civilizaciones antiguas adquirieron su conocimiento sólo observando. Es en los seres y cosas en donde la sabiduría yace. Cuando observamos algo, lo que sea, realmente estamos viendo lo que nuestra mente refleja como en un espejo y oscuramente. El misterio del cosmos está en el perro, en la flor, en el mar; de cada quien dependerá aprender de los buenos maestros.