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Queremos hacer algo, alcanzar una meta, mejorar un aspecto de nuestra vida, estamos convencidos de ello y nos decidimos a poner todo nuestro empeño para lograrlo, programamos una fecha para iniciar y nos mantenemos alertas para que nada mengüe nuestro propósito, sin embargo, imprevistamente algo pasa dentro de nosotros, un pensamiento, una sensación, una dolencia y entonces, aquello que en un inicio nos parecía una certeza de cambio comienza a difuminarse, a desaparecer, hasta perderse, manteniéndonos con ello exactamente en el mismo estado en el que estábamos desde antes de que hiciéramos planes para cambiar; ¿a qué se debe este repentino desenlace? Generalmente al miedo a algo diferente a lo que conocemos.
Las manifestaciones del miedo son variadas. El miedo puede presentarse en nuestras vidas como un deseo compulsivo por hacer algo, por ejemplo, tener un hambre voraz. Otra manifestación del miedo podría ser la de la enfermedad, la cual nos lleva a un estado de postración en el encontramos el pretexto perfecto para no enfrentarnos a las situaciones. Aunque quizás la forma más extendida del miedo es la que encontramos en el sentimiento de la pereza, la cual nos aleja de nuestros objetivos de una forma tan sutil que no nos percatamos de sus efectos.
El perezoso es el que pone resistencia a todo lo que podría favorecerlo, resistencia que indudablemente está motivada por el miedo. El perezoso se resiste al cambio porque en el estado de imperfección en que se halla ha encontrado un lugar seguro, aunque no necesariamente sea bueno para él. Un dicho popular dice que “más vale malo conocido, que bueno por conocer”, y precisamente el perezoso encuentra una zona de confort en aquello que aunque le hace daño, lo conoce bien, y por ello es que el perezoso no está dispuesto a cambiar y aprovecha cualquier inconveniente menor que se le presente para tomarlo como un pretexto para no hacer lo que le corresponde. En este sentido, la pereza es un atentado contra uno mismo.
Irónicamente, si bien el perezoso no hace lo que tiene que hacer, sí aprovecha algunas situaciones para hacer lo que no tiene que hacer. El perezoso no es el que no hace nada, sino el que se esmera por no hacer lo que tiene que hacer, llenando su tiempo en su lugar con actividades que si bien podrían representar un bien, serán sólo un bien menor. Es decir, pueden haber perezosos que hagan muchas cosas durante el día, pero que todo aquello sea infructuoso.
De alguna manera, las dinámicas de la vida contemporánea podrían ser el culmen de la pereza, pues el individuo de nuestro tiempo se empeña en hacer todo el día trabajos que realmente no necesita, así como una exagerada vida social que no lo lleva a ningún sitio, pero como reconocer lo anterior sería doloroso, uno preferirá autoengañarse justificando su actuar.
El trabajo, la escuela, el ejercicio, la religión, la socialización y otras formas de contacto con el otro son las vías de escape de la realidad que en la mayoría de los casos utilizamos para huir de lo verdaderamente esencial, de aquello que nos acercaría al conocimiento de nosotros mismos y de la vida plena; no se niega aquí que las anteriores actividades sean del todo irrelevantes, pero es un hecho que las hemos exagerado tanto que en la mayoría de los casos no son más que cortinas con las que ocultamos nuestros deberes más esenciales, lo cual tarde o temprano nos llevará a una sensación de tristeza, de frustración y de desánimo.
El maestro de meditación, Lodro Rinzler, en su obra Camina como un buda, indaga en estos males antes mencionados; leamos: «La meditación es una manera de ver a través de nuestra ignorancia y de despertar la semilla de la iluminación, de la bondad fundamental. El cristianismo plantea que nacemos con el pecado original, pero el budismo propone lo contrario: que nacemos siendo buenos. Si podemos conectar con esa bondad fundamental de nuestro ser y dejar de actuar desde nuestra mentalidad confusa, entonces podremos vivir una vida plena, pues estaremos despiertos. Para despertar hay que aprender a meditar, lo cual es difícil porque existen tres obstáculos principales: la pereza, el movimiento incesante y el desánimo. La pereza es la que nos impide levantarnos de la cama a tiempo o cumplir con lo que tenemos pendiente. La pereza despierta emociones difíciles y nos pierde en fantasías y deseos vanos. El obstáculo del movimiento incesante suele manifestarse en el pensar que uno no tiene tiempo para meditar porque está ocupado con muchas cosas. Es la idea de que todo lo demás es muy importante y no puede esperar, excepto la práctica de meditación. El desánimo viene cuando iniciamos una práctica meditativa y pretendemos obtener resultados y soluciones inmediatas, lo cual no ocurrirá. Estamos acostumbrados a las soluciones rápidas y a la gratificación instantánea. La meditación es un camino tan gradual que no se aprecian resultados rápidos. La meditación se trata de estar con la propia mente. Así que cualquier momento con la propia mente será un buen momento. No hacen falta horas o días, sino semanas y meses para observar los cambios graduales y útiles de la meditación. Esos cambios son tan sutiles que resulta difícil pensar en la meditación como en algo más que un camino gradual de transformación.»
La vida contemporánea nos lleva a decir “no tengo tiempo”, sin embargo, es menester preguntarnos si lo que nos falta para trabajar en nosotros mismos es tiempo o voluntad. Nuestra pereza consiste no en dejar de hacer algo, sino más bien en hacer en exceso todo aquello que en realidad podría esperar. Tenemos planes, intenciones de mejorar, pero el miedo a lo desconocido nos desconcierta y empuja hacia un estado de apatía en el que terminamos abandonándonos. La pereza es semejante al duro concreto en el que nada crece, mientras que la voluntad es más parecida a la tierra fértil en la que con paciencia y dedicación podría despertar la semilla.