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El mundo que nos rodea, el mundo de todos los días, es un campo minado en el que cualquier paso en falso podría llevarnos a nuestra aniquilación. Nuestra razón es el refugio más seguro que tenemos para protegernos de los embates de la vida cotidiana, sin embargo, puesto que ésta exige de nosotros más de lo que estamos dispuestos a dar, preferimos sucumbir ante nuestros enemigos: las pasiones, los miedos, los deseos y los sentidos.
Con frecuencia caemos en el error de suponer que todo lo que ocurre a nuestro alrededor nos pertenece, o que al menos nos incumbe. Si el día está nublado, por ejemplo, creemos que el clima nos está afectando; si una persona que nos es conocida tiene una mala actitud, podríamos asumir que es por culpa nuestra o en contra nuestra; o si pierde el equipo deportivo con el que nos identificamos, o el partido político por el que tenemos inclinación, podríamos creer que somos nosotros los que perdimos; sin embargo, los ejemplos anteriores y otros más que podríamos imaginar, nada tienen que ver con nosotros.
Los sufrimientos que experimentamos en nuestra vida, generalmente se deben a una mala identificación de nosotros para con el mundo; en pocas palabras, si sufrimos es porque así lo hemos decidido, aunque generalmente lo hacemos inconscientemente; quizá parezca increíble o una idea demasiado simple, pero así es, y la única vía para comprenderlo es la del estudio y el ejercitamiento de la razón.
Por una cuestión de mala educación en el hogar o de una incorrecta asimilación de la cultura, adoptamos la falsa creencia de que los grandes males del mundo nos corresponden y que podemos hacer algo para disminuirlos, sin embargo, una revisión a la historia de la humanidad nos deja ver que si bien algunos aspectos sociales han virado para bien, en general los males del mundo son los mismos de siempre: la pobreza, el hambre, la guerra, la esclavitud, la desigualdad, males que no disminuyen, sino que se mantienen, y que si bien solemos culpar a los líderes políticos de ellos, es la población en su conjunto la que principalmente multiplica las desgracias del mundo, pues el conglomerado social se niega a sanarse del mal principal: la ignorancia.
Ante tales males que nos rodean, es fundamental armarse para poder hacerles frente. Quizás la idea no sea del agrado de muchos, pero el mundo es un campo de batalla en el que sobreviven no los más astutos, sino los que más resisten, y si bien el ideal de construir una sociedad en la que impere el amor en cada uno de sus rincones es seductora, no deja de estar alejada de la realidad; ya grandes espíritus como el de Siddartha Gautama, Confucio, Sócrates y Cristo advirtieron a los que saben escuchar que el hombre es el lobo del mismo hombre.
Ante tales adversidades, la resistencia se vuelve fundamental, pero resistir no es luchar, resistir no es enfrentarse, sino que resistir es razonar, pues la razón es la fortaleza más segura con que contamos, sin embargo, para que la fortaleza de la razón pueda ser efectiva es necesario sacar de ella todo lo que no es necesario, a saber: ciertas ideas, emociones, anhelos, miedos y esperanzas; de ninguna manera se trata de despojarnos de todo aquello que nos hace ser humanos, pero sí de entender que lo que requerimos para vivir en plenitud no solamente es poco, sino que ya lo tenemos. La dicha es aquí y ahora, basta con que así lo decidamos.
La filosofía estoica, desde su instauración y hasta nuestros días, ha hecho énfasis en la necesidad de aprender a distinguir lo que depende de nosotros de lo que no depende de nosotros. Esencialmente, lo único que depende de nosotros es nuestra razón, todo lo demás, incluido nuestro cuerpo, nos rebasa, nos abandona y nos mortifica. El sufrimiento siempre es consecuencia del apego, del hecho de aferrarse a lo que por su misma naturaleza no nos pertenece, sufrimos porque queremos que las personas, las circunstancias y el mundo sean a nuestro modo, a nuestra imagen y semejanza, sin embargo, esto no es más que una quimera. El sufrimiento viene de aquello a lo que estamos asidos, mientras que la paz nace del desapego.
El filósofo e historiador Paul Veyne, del estoicismo, el sufrimiento y la paz, menciona en su obra Séneca y el estoicismo: «¿Cuál es la solución para lograr una vida dichosa? Consiste en la libertad interior: nadie puede obligarme a pensar lo que yo no pienso; puedo decir no a los falsos favores de la fortuna, a las desdichas, a las emociones y al sufrimiento. Puedo decir sí a la fatalidad que me arrastra hacia el abismo; aceptar voluntariamente las órdenes del destino es escapar de lo más penoso que tiene nuestra esclavitud: tener que hacer lo que preferiríamos no hacer. Lo que es de nosotros es la razón y su capacidad de decir sí o no; todo depende de ese gobierno central, de esa fortaleza interior. Fortaleza inexpugnable, como puede verse. Sólo la razón se sustrae de las fuerzas exteriores, pues ella las juzga; para el hombre es la garantía de supervivencia de su “independencia nacional” individual, si podemos decirlo; es su fortaleza.»
El mundo que nos rodea es un campo de batalla, pero no es porque este mundo sea nocivo u hostil para nosotros, sino porque no tenemos control de nuestra mente y caemos en la trampa de suponer que todo lo que pensamos es real o que al menos debería serlo. La mente es un refugio para el ser cuando ésta se encuentra limpia de todo veneno, de todo desecho, de todo aquello que no le corresponde, sin embargo, cuando la mente, por la pereza de uno mismo, asume la cómoda posición del victimismo y se identifica con todo aquello que le rodea, lo único que genera es sufrimiento. El mundo no es ni será lo que nuestra voluntad y deseo anhelen, sino que es y será lo que ya es, con o sin nosotros, de ahí la importancia de adentrarnos en nuestra mente y prepararnos para la batalla contra los deseos desde la fortaleza inexpugnable.