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Subir, encumbrarse, llegar a la cima es el ideal que generalmente perseguimos, pues desde que nacemos se nos dice que la vida consiste en triunfar, en alcanzar el éxito, en sobresalir de los demás, aunque realmente no sabemos qué significa eso ni tampoco cómo es que podemos conseguirlo. Nuestra sociedad basa su funcionamiento en un modelo meritocrático en el que quienes más consiguen, son quienes más destacan, sin embargo, aunque estos individuos serían considerados triunfadores, no son más que entes doblegados.
El triunfo social suele relacionarse con tener un alto poder adquisitivo, sin embargo, esto no es más que una confusión; triunfar no consiste en tener más dinero para gastar, sino en necesitar menos. No se condena el uso del dinero, tan sólo se advierte su poca o nula relación con el hecho de triunfar en la vida. Sabido es que llegamos al mundo sin nada y que al partir nada nos llevamos, lo cual hace entonces del acto de poseer en demasía aún más incongruente.
Subir, subir, subir, eso es lo que al grueso de la población se le enseña. La vida consiste en subir en la pirámide económica y morir es volver a subir, pero ahora hacia el paraíso. Las aves suben más que los hombres, pero saben que no pueden hacer sus nidos en el aire, por ello es que vuelven a bajar a las ramas, a las grietas, a las cuevas. Los antiguos griegos llamaban a este acto de subir y bajar como anábasis y catábasis, pero más que ser movimientos del cuerpo, eran del alma, pues si en algo podía triunfar el individuo era en lo que alcanzaba no en esta vida, sino en la del inframundo, la del “más allá”, la de lo eterno, que para nosotros tiene poca valía.
Si somos capaces de subir social y económicamente hablando, es porque a nuestro paso hemos hecho que otros bajen. El camino al éxito no es más que una competencia desleal que nos parece natural porque desde la infancia se nos ha hecho caminar por ese sendero. La conquista de pocos representa la ruina de muchos, y eso nos parece lo correcto, lo “normal”, cuando no es más que un sistema de ordenamiento del mundo que fue elaborado para que una minoría se aproveche de la mayoría. Toda subida es una caída, aunque en el momento no nos lo parezca.
Otra fórmula que suele utilizarse para quien “destaca” en su quehacer es la de “tener éxito”. El éxito como el triunfo son ambiguos, ambos términos generalmente no son más que eufemismos que se aplican en personas que han aprendido a obedecer profesionalmente y que están dispuestas a sacrificar su tiempo y energía a cambio de una recompensa que con respecto a todo el esfuerzo que implica no vale la pena. El éxito suele venir acompañado de severos casos de estrés, así como de un sentimiento de profunda soledad que se compensa con una manifestación de soberbia, la cual de alguna manera se convierte en una cuestión de supervivencia. Irónicamente, la posibilidad de experimentar lo anterior es lo único que podría conducirnos hacia una verdadera liberación, pues no se puede conocer el bien, sin tener el contraste de lo que el mal significa.
La soberbia es el vicio más frecuente entre quienes sienten que están “triunfando”, que están “subiendo” en la escala social. La soberbia se empieza a manifestar sutilmente desde una edad temprana, pero obtiene una manifestación mucho mayor hasta que se consigue “subir”, aunque sea un poco, en la escalera de la meritocracia, no por nada existe un dicho que refiere que algunos se marean al subirse en un ladrillo; ¿qué será entonces de ellos cuando asciendan más?
No es que subir sea del todo malo, pues lo mismo podría decirse de quienes por conformismo y apatía permanecen siempre abajo, pero ascender y descender implica cierta sabiduría que casi nadie comprende. El filósofo Friedrich Nietzsche, en su obra Así habló Zaratustra, refiere la soledad que la subida mal emprendida implica:
«Caminando por los montes, Zaratustra había visto a un joven que lo evitaba, estaba sentado junto a un árbol y mostrando una mirada cansada. Zaratustra junto a él y dijo: —Si yo quisiera sacudir este árbol con mis manos, no podría, pero el viento, que nosotros no vemos, lo maltrata y lo dobla. Las manos invisibles son las que peor nos doblan y maltratan. Al hombre —siguió diciendo, le ocurre lo mismo que al árbol, cuanto más quiere elevarse hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia el mal. El joven replicó: —Tú has dicho la verdad, Zaratustra, desde que quiero elevarme ya no confío en mí mismo, ni nadie tiene confianza en mí. Me transformo rápidamente: mi hoy refuta a mi ayer. Salto los escalones cuando subo, y cuando estoy arriba, siempre me encuentro solo. ¿Qué es lo que quiero yo en la altura? Mi desprecio y mi anhelo crecen juntos; cuanto más alto subo, tanto más desprecio obtengo. Zaratustra miró detenidamente el árbol junto al que se hallaban y dijo: —Este árbol se encuentra solitario aquí en la montaña; ha crecido muy por encima de todos, y si quisiera hablar, no tendría a nadie que lo comprendiese. Ahora él aguarda el primer rayo. El joven exclamó: —Sí, Zaratustra, tú dices verdad. Cuando yo quería ascender a la altura, anhelaba mi caída, ¡y tú eres el rayo que yo aguardaba! Zaratustra comenzó a hablar así: Todavía no eres libre, todavía buscas la libertad. Quieres subir a la altura libre, tu alma tiene sed de estrellas, pero también tus malos instintos tienen sed de libertad. Tus perros salvajes quieren libertad; ladran de placer en su cueva cuando tu espíritu se propone abrir todas las prisiones. Para mí eres todavía un prisionero que se imagina la libertad. Yo conozco tu peligro.»
Lo que permanece invisible a nuestros ojos es lo que más nos daña. ¿Y qué es lo invisible? Aquellas ideas que por haberlas recibido desde la infancia las damos por ciertas sin haberlas corroborado. Toda subida implica alcanzar un grado de soledad, así como un mayor riesgo de caída, pero irónicamente sólo halla su libertad quien se somete a las manos invisibles.