/ domingo 25 de agosto de 2024

El mundo iluminado / Su propio reflejo

elmundoiluminado.com

Aunque es cierto que el cuerpo envejece, el ser que habita en nuestra consciencia, es decir, aquello que verdaderamente somos se mantiene inalterable. Esto lo constatamos cuando, por ejemplo, recordamos episodios de nuestra infancia o juventud, de cuando nos encontrábamos en la etapa escolar, en el primer amor o en la iniciación al mundo laboral y sentimos que, salvo porque ahora el cuerpo es menos ágil y se ha visto reducido en su fuerza y condición física, nada más ha cambiado, sentimos que somos los mismos de siempre; por lo anterior es que hay quienes proponen que la juventud no es cuestión de edad, sino de mentalidad.

Los niños que fuimos se mantienen íntegros en los adultos que hoy somos, nada ha cambiado, salvo por el hecho de tener ahora una coraza más grande y envejecida que la de antaño. Somos los mismos niños de siempre, en tanto que en aquella infancia ya ardía la llama de la consciencia que nos da nuestra identidad, quizás lo único que ha cambiado es la pureza de esa llama la cual, como todo fuego, necesita de un combustible para arder. Cuando éramos niños, nuestro combustible era puro, prístino, transparente e inocente, pero por el contacto con ciertos adultos de llama ennegrecida quizás nosotros nos fuimos contaminando también y ahora nuestra llama, si bien mantiene su ardor, se ha manchado de amargura; tal es la característica de aquellos adultos que hoy son infelices.

Ser adulto no es fácil, en parte porque implica aceptar que uno ha envejecido y que el tiempo biológico que resta disminuye apresuradamente, pero, además, no es fácil porque uno se hace adulto sin pedirlo y sin darse cuenta de en qué momento se perdió la libertad y ligereza de las que uno gozaba. Uno se hace adulto a la fuerza, en contra de su voluntad y muchas veces enfrentándose con adultos que se han olvidado del niño que los habita, con adultos cuya llama esencial está tan contaminada que todo lo que está a su alrededor también lo envenenan. Cuando se es niño y se crece rodeado de adultos que han sido violentados, que carecieron de padres amorosos y que lo único que sienten por la vida es menosprecio y rencor, ese niño corre un gran riesgo de llegar a su etapa adulta repitiendo los mismos patrones depresivos y compulsivos.

No todos los niños expuestos a hogares psíquica y emocionalmente disfuncionales están predestinados a repetir consigo mismos y con su descendencia los mismos patrones de conducta, pero la posibilidad es alta. La familia es el ente fundamental de la sociedad en el que se forman o deforman las personas que aún en contra de su voluntad participarán en las dinámicas que impulsan el movimiento social, movimiento que, las más de las veces parece ser torpe y sin dirección alguna. La familia es el principio fundamental de toda sociedad y por ello requiere de toda la atención y recursos a fin de favorecer su sano desarrollo, sin embargo, irónicamente la familia, como institución, hoy se halla sumamente corrompida y las estadísticas apuntan a que la situación se tornará aún más negativa.

La corrupción de la institución familiar está íntimamente vinculada con las aspiraciones que se promueven en la esfera de lo público, siendo la principal de éstas el egoísmo. El individuo contemporáneo busca únicamente su propio beneficio y con tal de lograrlo no tiene reparo en mentir, robar y menospreciar a quien se interponga entre él y su meta. El individuo contemporáneo, adulto o infante, da igual, tan pronto como abre los ojos al despertar siente una necesidad urgente de satisfacer su deseo, cualquiera que sea la naturaleza de éste. El individuo de hoy sólo busca el placer en sus diferentes formas: la comida, el sexo, el entretenimiento, el dormir, el ocio, etcétera, considerando que todo lo que vaya en un camino contrario, como el trabajo, el estudio y la disciplina no solamente le son despreciables, sino, además, una imposición que atenta en contra de su libertad.

No hay que olvidar que este individuo egoísta (narcisista) que hoy daña tanto a la sociedad, en algún momento fue un infante y que si bien su cuerpo es ahora mayor, ese niño que fue lo sigue siendo. El psicólogo Joel Covitz, en su artículo “Narcisismo: el trastorno de nuestros días”, menciona lo siguiente: «Cada período histórico se caracteriza por un tipo de trastorno. El terapeuta actual se encontrará con pacientes deprimidos o compulsivos. Las raíces de los trastornos narcisistas, se remontan a la infancia. A medida que el niño crece, reprime su enfado. La ira y el dolor reprimidos se manifiestan como una baja autoestima y repitiendo los mismos mecanismos represivos de los padres. Sólo si el niño puede llegar a la raíz del problema, confrontará el comportamiento abusivo de sus padres. Si los niños crecen con problemas es por el inadecuado desarrollo de la personalidad de los padres, quienes casi siempre padecieron también abusos, y las frustraciones que los padres sienten al tratar de criar a sus hijos en el seno de una sociedad que castiga a los padres y madres, en lugar de respetarlos. Nuestra cultura, en lugar de estimular a ambos padres, más bien los frustra, es por ello que muchas parejas deciden no tener hijos. De acuerdo con el mito griego, Narciso quedó cautivo de su propio reflejo. No deseaba desarrollar su propio yo genuino: estaba enamorado de lo que se ha llamado “el falso yo”, el yo que aspira únicamente a relacionarse con los aspectos hermosos, agradables y dichosos de la vida. Esta fijación dificultó su relación con aspectos negativos como la envidia, los celos y la ira. Esta resistencia a enfrentar las facetas más perturbadoras de la vida es propia de quien padece un trastorno narcisista.»

La educación y cuidado de los niños es fundamental para la consolidación de una sociedad sana, sin embargo, la crianza de la infancia resulta difícil en una sociedad que condena a quienes ponen sus intereses personales en el cuidado de sus hijos, antes que en la satisfacción de los poderes del dinero, los cuales seducen a los narcisistas por ser imagen de su propio reflejo.


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Aunque es cierto que el cuerpo envejece, el ser que habita en nuestra consciencia, es decir, aquello que verdaderamente somos se mantiene inalterable. Esto lo constatamos cuando, por ejemplo, recordamos episodios de nuestra infancia o juventud, de cuando nos encontrábamos en la etapa escolar, en el primer amor o en la iniciación al mundo laboral y sentimos que, salvo porque ahora el cuerpo es menos ágil y se ha visto reducido en su fuerza y condición física, nada más ha cambiado, sentimos que somos los mismos de siempre; por lo anterior es que hay quienes proponen que la juventud no es cuestión de edad, sino de mentalidad.

Los niños que fuimos se mantienen íntegros en los adultos que hoy somos, nada ha cambiado, salvo por el hecho de tener ahora una coraza más grande y envejecida que la de antaño. Somos los mismos niños de siempre, en tanto que en aquella infancia ya ardía la llama de la consciencia que nos da nuestra identidad, quizás lo único que ha cambiado es la pureza de esa llama la cual, como todo fuego, necesita de un combustible para arder. Cuando éramos niños, nuestro combustible era puro, prístino, transparente e inocente, pero por el contacto con ciertos adultos de llama ennegrecida quizás nosotros nos fuimos contaminando también y ahora nuestra llama, si bien mantiene su ardor, se ha manchado de amargura; tal es la característica de aquellos adultos que hoy son infelices.

Ser adulto no es fácil, en parte porque implica aceptar que uno ha envejecido y que el tiempo biológico que resta disminuye apresuradamente, pero, además, no es fácil porque uno se hace adulto sin pedirlo y sin darse cuenta de en qué momento se perdió la libertad y ligereza de las que uno gozaba. Uno se hace adulto a la fuerza, en contra de su voluntad y muchas veces enfrentándose con adultos que se han olvidado del niño que los habita, con adultos cuya llama esencial está tan contaminada que todo lo que está a su alrededor también lo envenenan. Cuando se es niño y se crece rodeado de adultos que han sido violentados, que carecieron de padres amorosos y que lo único que sienten por la vida es menosprecio y rencor, ese niño corre un gran riesgo de llegar a su etapa adulta repitiendo los mismos patrones depresivos y compulsivos.

No todos los niños expuestos a hogares psíquica y emocionalmente disfuncionales están predestinados a repetir consigo mismos y con su descendencia los mismos patrones de conducta, pero la posibilidad es alta. La familia es el ente fundamental de la sociedad en el que se forman o deforman las personas que aún en contra de su voluntad participarán en las dinámicas que impulsan el movimiento social, movimiento que, las más de las veces parece ser torpe y sin dirección alguna. La familia es el principio fundamental de toda sociedad y por ello requiere de toda la atención y recursos a fin de favorecer su sano desarrollo, sin embargo, irónicamente la familia, como institución, hoy se halla sumamente corrompida y las estadísticas apuntan a que la situación se tornará aún más negativa.

La corrupción de la institución familiar está íntimamente vinculada con las aspiraciones que se promueven en la esfera de lo público, siendo la principal de éstas el egoísmo. El individuo contemporáneo busca únicamente su propio beneficio y con tal de lograrlo no tiene reparo en mentir, robar y menospreciar a quien se interponga entre él y su meta. El individuo contemporáneo, adulto o infante, da igual, tan pronto como abre los ojos al despertar siente una necesidad urgente de satisfacer su deseo, cualquiera que sea la naturaleza de éste. El individuo de hoy sólo busca el placer en sus diferentes formas: la comida, el sexo, el entretenimiento, el dormir, el ocio, etcétera, considerando que todo lo que vaya en un camino contrario, como el trabajo, el estudio y la disciplina no solamente le son despreciables, sino, además, una imposición que atenta en contra de su libertad.

No hay que olvidar que este individuo egoísta (narcisista) que hoy daña tanto a la sociedad, en algún momento fue un infante y que si bien su cuerpo es ahora mayor, ese niño que fue lo sigue siendo. El psicólogo Joel Covitz, en su artículo “Narcisismo: el trastorno de nuestros días”, menciona lo siguiente: «Cada período histórico se caracteriza por un tipo de trastorno. El terapeuta actual se encontrará con pacientes deprimidos o compulsivos. Las raíces de los trastornos narcisistas, se remontan a la infancia. A medida que el niño crece, reprime su enfado. La ira y el dolor reprimidos se manifiestan como una baja autoestima y repitiendo los mismos mecanismos represivos de los padres. Sólo si el niño puede llegar a la raíz del problema, confrontará el comportamiento abusivo de sus padres. Si los niños crecen con problemas es por el inadecuado desarrollo de la personalidad de los padres, quienes casi siempre padecieron también abusos, y las frustraciones que los padres sienten al tratar de criar a sus hijos en el seno de una sociedad que castiga a los padres y madres, en lugar de respetarlos. Nuestra cultura, en lugar de estimular a ambos padres, más bien los frustra, es por ello que muchas parejas deciden no tener hijos. De acuerdo con el mito griego, Narciso quedó cautivo de su propio reflejo. No deseaba desarrollar su propio yo genuino: estaba enamorado de lo que se ha llamado “el falso yo”, el yo que aspira únicamente a relacionarse con los aspectos hermosos, agradables y dichosos de la vida. Esta fijación dificultó su relación con aspectos negativos como la envidia, los celos y la ira. Esta resistencia a enfrentar las facetas más perturbadoras de la vida es propia de quien padece un trastorno narcisista.»

La educación y cuidado de los niños es fundamental para la consolidación de una sociedad sana, sin embargo, la crianza de la infancia resulta difícil en una sociedad que condena a quienes ponen sus intereses personales en el cuidado de sus hijos, antes que en la satisfacción de los poderes del dinero, los cuales seducen a los narcisistas por ser imagen de su propio reflejo.