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Vivimos en un estado inauténtico, y vivimos así sin darnos cuenta de ello. Mucho de lo que somos y de lo que anhelamos no es naturalmente, sino por imposición. Es decir, no somos lo que somos, sino lo que nos han dicho que somos, y no anhelamos lo que en realidad necesitamos, sino lo que se nos ha hecho creer que es necesario. La palabra “auténtico” aplica en una persona que es dueña absoluta de sus actos, lo cual es sumamente raro de ver no sólo en nuestro tiempo, sino en cualquiera, pues únicamente es dueño de sus actos quien ha despertado su consciencia.
Dependiendo del lugar en el que estemos, será la manera en la que nos comportaremos, esto se debe en parte a las reglas de convivencia que nos rigen, pero también porque como personas asumimos diferentes papeles o roles en la gran obra de teatro que es el mundo. Somos personas, la mayoría estará de acuerdo con ello, sin embargo, pocos saben que la palabra “persona” significa “actor” o también “máscara”; considerando lo anterior, si estamos de acuerdo en asumirnos como personas, valdría la pena que nos preguntemos también quiénes somos como actores, qué papel estamos representando y quiénes somos cuando nos despojamos de nuestras máscaras, es decir, cuando dejamos de ser personas para verdaderamente ser alguien.
El asumirnos como personas, como actores que se ocultan debajo de una máscara, nos hace conscientes de la falsedad en que nos hallamos. En verdad no conocemos al otro, como tampoco nos conocemos a nosotros mismos, pues al ignorar que todo el tiempo cargamos con una máscara, suponemos que ese disfraz que alguien más nos puso en verdad somos nosotros. Los primeros en colocarnos la máscara que llevamos son nuestros padres, pero igualmente valdría la pena preguntarnos quién es el diseñador de las máscaras que la sociedad porta sin saberlo, pues será, con toda certeza, este diseñador la causa de muchas de nuestras desgracias.
Al despertar tenemos la máscara del “yo”, es decir, de la personalidad, de aquello que suponemos que somos, pero tan pronto como el día comienza a avanzar vamos cambiando de máscaras a fin de cumplir con roles que inconscientemente hemos ido adoptando; así, tenemos la máscara del padre o de la madre, del esposo o de la esposa, del hijo o de la hija, como también la del trabajador, la del estudiante, la del delincuente; máscaras hay tantas como posibilidades de “ser” en el mundo, aunque en realidad quien usa una máscara nunca es.
Las máscaras son necesarias para vivir en sociedad, por lo que el problema no radica en que usemos máscaras, sino en que no seamos conscientes de que las tenemos y que terminemos confundiendo estas máscaras con el verdadero “ser” que nos conforma. Desde nuestra infancia, se nos van colocando máscaras a fin de que encajemos o nos amoldemos a las necesidades de alguien más, y cuando llegamos a la edad adulta y conquistamos algún poder ficticio somos ahora nosotros los que imponemos otras máscaras a quienes vienen detrás nuestro, lo que genera un efecto en el que la falsedad va multiplicándose generación tras generación, con toda la frustración que ello implica.
Un sinónimo de la palabra “persona”, en el sentido de actor, es la palabra “hipócrita”, el cual literalmente es un actor de la antigua Grecia. La palabra “hipócrita” es complicada de traducir, pues así como puede significar “actor”, también podría ser “oculto” y esto es porque quien usa una máscara siempre está oculto. En este sentido, y atendiendo a la máxima de conocerse a sí mismo para enfrentar con mayor entereza toda adversidad, no habría acto más noble que el de comenzar a quitarse las máscaras con las que uno ha sido sentenciado hasta llegar al centro de lo que uno en verdad es.
La cantidad de máscaras que tenemos es enorme y la imagen que podría facilitar su representación sería la que ofrecen las muñecas rusas, en las que siempre hay una muñeca más pequeña dentro de otra que es más grande. Utilizando esta imagen, si aceptamos que las máscaras que portamos no somos nosotros y que al irnos despojando de ellas nos acercamos a nuestro verdadero ser, ¿a quién nos encontraríamos cuando llegáramos a nuestro propio centro? En este sentido, la filosofía es la llave que abre la puerta de la consciencia, pero como lo que podríamos encontrar debajo de todas las máscaras podría no agradarnos, muchas veces preferimos abandonar el esfuerzo que implica la superación de los dogmas que creemos reales.
Unas ideas relacionadas con lo anterior las hallamos en la obra Ejercicios espirituales y filosofía antigua, de Pierre Hadot, quien nos dice: «Para los estoicos la filosofía no consiste en la mera enseñanza de teorías abstractas, sino en un arte de vivir, en un estilo de vida capaz de comprometer por entero la existencia. La actividad filosófica consiste en un proceso que aumenta nuestro ser, que nos hace mejores. Se trata de una conversión que afecta a la totalidad de la existencia, que modifica el ser de aquellos que la llevan a cabo. Gracias a tal transformación puede pasarse de un estado inauténtico en el que la vida transcurre en la oscuridad de la inconsciencia, socavada por las preocupaciones, a un estado vital nuevo y auténtico, en el cual el hombre alcanza la consciencia de sí mismo, la visión exacta del mundo, una paz y libertad interiores. La filosofía aparece entonces como una terapia de las pasiones.»
Muchas son las escuelas filosóficas que coinciden en que la principal fuente de nuestras insatisfacciones, miedos y frustraciones es nuestra incapacidad de ponerle límites a nuestros deseos. La sociedad pugna por convencernos de que satisfacer todo anhelo no solamente está bien, sino que nos los merecemos, pero es por esta incapacidad de gobernarnos que caemos una y otra vez en el dolor y en el error de vestirnos cada vez con más máscaras, evitando la medicina que la filosofía representa como una terapia de las pasiones.