/ domingo 27 de octubre de 2024

El mundo iluminado / Tres fuertes
enemigos

elmundoiluminado.com

Tan importante como el conocimiento de uno mismo es el cuidado de uno mismo. Cuidarse a uno mismo implica actuar con prudencia ante los eventos impredecibles de la vida cotidiana; cuidarse a uno mismo conlleva también mantener un control y reflexión con respecto a los alimentos que consumimos; pero cuidarse a uno mismo es además poner atención a los estímulos e ideas que permitimos ingresar a nosotros, así como a las palabras que proferimos y que al materializarse comienzan a formar parte del mundo que nos rodea.

Al cuidado de uno mismo los griegos lo llamaron ἐπίμέλεία ἑαυτοῦ (epimeleia heautou), mientras que los romanos la denominaron cura sui. Este cuidado implica poner una particular atención en el mundo que nos rodea y que en gran medida cada uno de nosotros construye a partir de lo que sus límites intelectuales le permiten. Es decir, nosotros no percibimos el mundo tal cual es, sino tal cual somos. El mundo siempre es una proyección del yo, pues en las cosas, seres, formas e ideas que lo constituyen están manifestadas nuestras capacidades lingüísticas y sensoriales, por ello, el mundo será tan amplio como las palabras que usamos para nombrarlo.

El mundo es lo que es, pero esto no podemos percibirlo, pues entre el mundo y nosotros siempre están de por medio nuestras creencias. Si, por ejemplo, nos encontramos con un callejón oscuro a mitad de la noche, éste será seguro o peligroso en relación con las experiencias y conocimientos que tenemos de aquello que nos parece seguro y peligroso, por lo que si el juicio que tenemos de estas dos posibilidades no está bien fundamentado, aquello que podríamos inferir del callejón seguramente será erróneo, y esto aplica para todo lo que creemos saber del mundo.

De todos los males con los que podríamos encontrarnos ninguno es tan grande como nuestros pensamientos. La mente es fundamental para la vida diaria, pero puesto que la mente posee hasta cierto punto un comportamiento autónomo, es necesario que nos mantengamos a la defensiva de los pensamientos que podría presentarnos. Nosotros somos nuestra mente, pero al mismo tiempo somos algo más que ella, y esto lo corroboramos en el momento en el que nuestra mente se obstina en presentarnos ciertas imágenes que nosotros preferiríamos evitar, o que no creemos del todo, pero que la mente nos obliga a atestiguar. En este sentido, somos más de uno.

Los aliados de la mente son los sentidos. Conocida es la frase que reza que “el ojo no se cansa de ver, ni el oído de oír”. Los mismo aplica con el resto de los sentidos, los cuales no se cansan de sentir, de percibir la realidad, o mejor dicho, de percibir aquello que nuestros límites lingüísticos nos hacen creer que es la realidad. Los sentidos se comunican con la mente, y en conjunto crean las sensaciones e impresiones que tenemos del mundo, pero que siempre, por lo ya dicho, serán erradas. La mente y los sentidos, en su autonomía, nos imponen unos velos que nos alejan de lo real, y el desconocimiento de lo anterior acrecienta el problema, pues muchos son los que viven engañados y creyendo que conocen el mundo, cuando en realidad lo único que perciben es una proyección de su “yo”.

La mente no deja de pensar, como los sentidos no dejan de sentir. Tanto los filósofos como los místicos coinciden en que la manera de hacerle frente a la mente y a los sentidos es mediante la práctica consciente del silencio meditativo o espiritual, el cual consiste en permitir que la mente y los sentidos generen tantos estímulos como lo deseen, pero sin que nosotros perdamos la atención ni la comprensión de que todo ello no es más que una ilusión.

La mente y sus imágenes, así como los sentidos y sus sensaciones pertenecen al orden de lo natural y, por ende, de lo instintivo, por lo que la única vía para contrarrestarlos es mediante un recurso que atente contra nuestros impulsos animales, siendo éste recurso el del silencio. El silencio es antinatural que por sí mismo no existe en la naturaleza, pues todo aquello que nos rodea, aunque no lo percibamos, genera sensaciones, es decir, ruido. El ser humano es una criatura compleja en tanto que es animal, pero en algunos momentos es capaz de superar esa animalidad, dando la sensación de que incluso es capaz de escapar de la naturaleza, siendo la puerta de salida la del silencio. La escritora María Tausiet, en su ensayo “El monasterio hermético. Alquimia y secreto a finales del siglo XVI”, dice del silencio espiritual:

«La espiritualidad puede ser entendida como una transformación y transfiguración interior, como un ejercicio permanente de reconstrucción y depuración del yo. Quienes ven en el aislamiento una oportunidad para potenciar su espiritualidad, consiguen una soledad en compañía, en tanto que comulgan con lo Sagrado. En este sentido, el silencio es fundamental para alcanzar un estado de auténtica contemplación. Para ir aprovechando en las virtudes y desnudarse de todos los hábitos viciosos que entraron a vestir el alma por las ventanas de los sentidos, el único refugio es la celda, donde, como en un castillo fuerte, se asegura uno de los asaltos de tres fuertes enemigos: ojos, oídos y boca. Pues en la celda ni se oye, ni se ve, ni se habla, sino con Dios. Esta forma de entender la vida religiosa remitía al concepto filosófico griego del cuidado de uno mismo.»

La incapacidad para limitar lo que vemos, oímos y decimos es lo que generalmente nos acerca a estados de miseria, de desconfianza o de incomodidad. Nuestra atención, antes que estar en los demás, en lo que sucede en el mundo o en lo que nosotros hacemos debe situarse en lo que nuestra mente piensa y en lo que nuestros sentidos perciben. En este sentido, el cuidado de uno mismo implica el gobierno de uno mismo, el tener la capacidad de detenernos ante aquello que podría resultarnos nocivo. Los antiguos filósofos comprendieron una verdad que hemos olvidado, pero recordarla nos podría salvar: que dentro de nosotros hay tres fuertes enemigos.

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Tan importante como el conocimiento de uno mismo es el cuidado de uno mismo. Cuidarse a uno mismo implica actuar con prudencia ante los eventos impredecibles de la vida cotidiana; cuidarse a uno mismo conlleva también mantener un control y reflexión con respecto a los alimentos que consumimos; pero cuidarse a uno mismo es además poner atención a los estímulos e ideas que permitimos ingresar a nosotros, así como a las palabras que proferimos y que al materializarse comienzan a formar parte del mundo que nos rodea.

Al cuidado de uno mismo los griegos lo llamaron ἐπίμέλεία ἑαυτοῦ (epimeleia heautou), mientras que los romanos la denominaron cura sui. Este cuidado implica poner una particular atención en el mundo que nos rodea y que en gran medida cada uno de nosotros construye a partir de lo que sus límites intelectuales le permiten. Es decir, nosotros no percibimos el mundo tal cual es, sino tal cual somos. El mundo siempre es una proyección del yo, pues en las cosas, seres, formas e ideas que lo constituyen están manifestadas nuestras capacidades lingüísticas y sensoriales, por ello, el mundo será tan amplio como las palabras que usamos para nombrarlo.

El mundo es lo que es, pero esto no podemos percibirlo, pues entre el mundo y nosotros siempre están de por medio nuestras creencias. Si, por ejemplo, nos encontramos con un callejón oscuro a mitad de la noche, éste será seguro o peligroso en relación con las experiencias y conocimientos que tenemos de aquello que nos parece seguro y peligroso, por lo que si el juicio que tenemos de estas dos posibilidades no está bien fundamentado, aquello que podríamos inferir del callejón seguramente será erróneo, y esto aplica para todo lo que creemos saber del mundo.

De todos los males con los que podríamos encontrarnos ninguno es tan grande como nuestros pensamientos. La mente es fundamental para la vida diaria, pero puesto que la mente posee hasta cierto punto un comportamiento autónomo, es necesario que nos mantengamos a la defensiva de los pensamientos que podría presentarnos. Nosotros somos nuestra mente, pero al mismo tiempo somos algo más que ella, y esto lo corroboramos en el momento en el que nuestra mente se obstina en presentarnos ciertas imágenes que nosotros preferiríamos evitar, o que no creemos del todo, pero que la mente nos obliga a atestiguar. En este sentido, somos más de uno.

Los aliados de la mente son los sentidos. Conocida es la frase que reza que “el ojo no se cansa de ver, ni el oído de oír”. Los mismo aplica con el resto de los sentidos, los cuales no se cansan de sentir, de percibir la realidad, o mejor dicho, de percibir aquello que nuestros límites lingüísticos nos hacen creer que es la realidad. Los sentidos se comunican con la mente, y en conjunto crean las sensaciones e impresiones que tenemos del mundo, pero que siempre, por lo ya dicho, serán erradas. La mente y los sentidos, en su autonomía, nos imponen unos velos que nos alejan de lo real, y el desconocimiento de lo anterior acrecienta el problema, pues muchos son los que viven engañados y creyendo que conocen el mundo, cuando en realidad lo único que perciben es una proyección de su “yo”.

La mente no deja de pensar, como los sentidos no dejan de sentir. Tanto los filósofos como los místicos coinciden en que la manera de hacerle frente a la mente y a los sentidos es mediante la práctica consciente del silencio meditativo o espiritual, el cual consiste en permitir que la mente y los sentidos generen tantos estímulos como lo deseen, pero sin que nosotros perdamos la atención ni la comprensión de que todo ello no es más que una ilusión.

La mente y sus imágenes, así como los sentidos y sus sensaciones pertenecen al orden de lo natural y, por ende, de lo instintivo, por lo que la única vía para contrarrestarlos es mediante un recurso que atente contra nuestros impulsos animales, siendo éste recurso el del silencio. El silencio es antinatural que por sí mismo no existe en la naturaleza, pues todo aquello que nos rodea, aunque no lo percibamos, genera sensaciones, es decir, ruido. El ser humano es una criatura compleja en tanto que es animal, pero en algunos momentos es capaz de superar esa animalidad, dando la sensación de que incluso es capaz de escapar de la naturaleza, siendo la puerta de salida la del silencio. La escritora María Tausiet, en su ensayo “El monasterio hermético. Alquimia y secreto a finales del siglo XVI”, dice del silencio espiritual:

«La espiritualidad puede ser entendida como una transformación y transfiguración interior, como un ejercicio permanente de reconstrucción y depuración del yo. Quienes ven en el aislamiento una oportunidad para potenciar su espiritualidad, consiguen una soledad en compañía, en tanto que comulgan con lo Sagrado. En este sentido, el silencio es fundamental para alcanzar un estado de auténtica contemplación. Para ir aprovechando en las virtudes y desnudarse de todos los hábitos viciosos que entraron a vestir el alma por las ventanas de los sentidos, el único refugio es la celda, donde, como en un castillo fuerte, se asegura uno de los asaltos de tres fuertes enemigos: ojos, oídos y boca. Pues en la celda ni se oye, ni se ve, ni se habla, sino con Dios. Esta forma de entender la vida religiosa remitía al concepto filosófico griego del cuidado de uno mismo.»

La incapacidad para limitar lo que vemos, oímos y decimos es lo que generalmente nos acerca a estados de miseria, de desconfianza o de incomodidad. Nuestra atención, antes que estar en los demás, en lo que sucede en el mundo o en lo que nosotros hacemos debe situarse en lo que nuestra mente piensa y en lo que nuestros sentidos perciben. En este sentido, el cuidado de uno mismo implica el gobierno de uno mismo, el tener la capacidad de detenernos ante aquello que podría resultarnos nocivo. Los antiguos filósofos comprendieron una verdad que hemos olvidado, pero recordarla nos podría salvar: que dentro de nosotros hay tres fuertes enemigos.