/ domingo 4 de agosto de 2024

El mundo iluminado / Un campo indivisible

elmundoiluminado.com

La separación es la principal fuente de sufrimiento. Nos separamos en hombres y mujeres, en niñas y en niños, en jóvenes y viejos. Nos separamos en buenos y malos, en progresistas y conservadores, en correctos e incorrectos. Nos separamos en pobres y ricos, en mejores y peores, en sanos y enfermos. Nos separamos en vivos y muertos, en profanos e iniciados, en elegidos y desterrados. Nos separamos en “yo” y “tú”, en “mi vida” y “la vida”, en “mis deseos” y los del mundo. Nos separamos y con ello nos alejamos unos de otros, suponiendo que la realidad está en contra nuestra y que no hay injusticia más grande que la que le ocurre a uno mismo. Vivimos separados, o suponemos que vivimos, y por ello es que sufrimos.

Separar es clasificar, es poner cada cosa, situación y persona en un lugar diferente, el cual estará en función no de lo que la cosa, la situación o la persona es en sí misma, sino de lo que nosotros necesitamos. Es decir que el mundo, o lo que consideramos “mundo”, no es más que una proyección de nuestro capricho. La clasificación de las cosas, de las situaciones y de las personas se ha llevado a tal extremo que la realidad, o lo que entendemos por “realidad”, ha alcanzado matices ridículos. Existe actualmente un afán desmedido por definirlo todo, pero esta sobredefinición del mundo, de sus habitantes y componentes nos ha orillado a un límite en el que ya no nos sentimos seguros cuando hablamos, sin importar si es para afirmar o para negar algo. Suponemos que todo debe de estar definido y por ello es que ya no podemos comunicarnos sin sentir cierta inseguridad, pues lo que uno dice podría estar ofendiendo la vida conceptual del otro, el cual tiene su propia forma de clasificar las cosas, las situaciones y las personas.

Suponemos que el afán por separar todo, por clasificar todo y por etiquetar todo es natural, sin embargo, es un vicio propio de occidente y de su tendencia a teorizar todo, a relativizar todo, a dudar de todo aún cuando sea absolutamente innecesario. Nuestra sociedad supone, en su ignorancia, que es mejor, superior y más evolucionada que las sociedades antiguas, pero basta con salir a dar una caminata para desmentir tal proposición. Los individuos contemporáneos están desconectados de la realidad, caminan observando una pantalla que reproduce al infinito otros simulacros de la realidad, o al menos avanzan con el sentido del oído obstaculizado por un par de audífonos cuyo único efecto verdadero es el aceleramiento de la enajenación del sujeto. Si la clasificación existe, es sólo para fomentar la polarización social.

La humanidad, conforme avanza la era del capitalismo, se disocia más y más de sí misma. La mayoría vive culpando a los demás de su propia desgracia, sin darse cuenta ni querer reconocer que este individuo que se autopercibe como una víctima es en realidad un cómplice de su propia desgracia y del sistema esclavizante, pues al mismo tiempo que condena la vida actual se mantiene en una total conformidad con ella y replicando toda práctica dogmática.

La autovictimización es la bandera de nuestro tiempo. La lista de posibles trastornos psicológicos que una persona podría tener aumenta con cada año, sin que sepamos a ciencia cierta qué tan verídicos son, pero esto no importa, pues la mayoría ha descubierto que puede obtener cierta ventaja al escudarse detrás de un trastorno. Lo cierto es que la humanidad nunca ha tenido estabilidad psíquica y al paso al que vamos parece que será imposible la salud mental plena, sobre todo si consideramos que hoy se le da más importancia a lo que cada quien imagina de sí mismo, que a lo que en verdad es, y es que lo que cada quien piense y sienta, no necesariamente será lo real; estos son los efectos de la separación.

A diferencia de la filosofía occidental, que tiene una tendencia a segmentar el mundo como si se tratara de un cuerpo en una plancha de disección, la filosofía oriental prefiere reflexionar en torno a la idea de la indivisibilidad de la realidad, un ejemplo claro de esto es la filosofía del Tao–Te–King, misma que el maestro en kung fu, Bruce Lee, alguna vez pretendió escudriñar a partir del principio de René Descartes que dicta: “Pienso, por ende, existo”. Son pocos quienes saben que Bruce Lee dedicó algunos años de su vida al estudio de la filosofía occidental y a su comparación con Oriente, estudio que quedó plasmado en una obra llamada Papeles y de la que puede citarse el siguiente fragmento a propósito de la separación:

«La filosofía occidental no acepta lo que la vida es. Aspira a hacer de la realidad un problema. El enfoque occidental de la realidad es principalmente teórico, y la teoría empieza por negar la realidad. Dudar es pensar, y el pensamiento es lo único en el universo cuya existencia no se puede negar, porque negar es pensar. En el taoísmo y el budismo chinos, el mundo se ve como un campo indivisible. Si existe el pensamiento, también existo yo, el que piensa, así como el mundo en el que pienso. Yo no tengo experiencia, soy la experiencia. Yo no soy el sujeto de una experiencia, soy esa experiencia. Así pues, no sudamos porque hace calor: el sudor es el calor. El que conoce ya no se siente separado de lo conocido. No tengo otro yo que la unicidad de las cosas de las que soy consciente. La persona no vive una vida definida de manera conceptual ni científica. Para la cualidad esencial de vivir, la vida se encuentra sencillamente en el vivir. El vivir existe cuando la vida se vive a través de nosotros. El que vive no es consciente de vivir. La vida vive, y en el flujo de la vida no se plantean preguntas. La plenitud, el ahora, es una ausencia de la mente consciente que pretende dividir lo indivisible.»

La principal diferencia entre la filosofía occidental y la oriental es que la primera separa la teoría de la práctica, al tiempo que conceptualiza y separa la realidad; por otro lado, la filosofía oriental prefiere comprender la realidad como un fenómeno simultáneo en el que todo es todo al mismo tiempo, en pocas palabras, para la filosofía oriental el “yo” no existe y por ello tampoco hay motivos para sufrir; vivir, dicta la filosofía oriental, ocurre en un campo indivisible.

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La separación es la principal fuente de sufrimiento. Nos separamos en hombres y mujeres, en niñas y en niños, en jóvenes y viejos. Nos separamos en buenos y malos, en progresistas y conservadores, en correctos e incorrectos. Nos separamos en pobres y ricos, en mejores y peores, en sanos y enfermos. Nos separamos en vivos y muertos, en profanos e iniciados, en elegidos y desterrados. Nos separamos en “yo” y “tú”, en “mi vida” y “la vida”, en “mis deseos” y los del mundo. Nos separamos y con ello nos alejamos unos de otros, suponiendo que la realidad está en contra nuestra y que no hay injusticia más grande que la que le ocurre a uno mismo. Vivimos separados, o suponemos que vivimos, y por ello es que sufrimos.

Separar es clasificar, es poner cada cosa, situación y persona en un lugar diferente, el cual estará en función no de lo que la cosa, la situación o la persona es en sí misma, sino de lo que nosotros necesitamos. Es decir que el mundo, o lo que consideramos “mundo”, no es más que una proyección de nuestro capricho. La clasificación de las cosas, de las situaciones y de las personas se ha llevado a tal extremo que la realidad, o lo que entendemos por “realidad”, ha alcanzado matices ridículos. Existe actualmente un afán desmedido por definirlo todo, pero esta sobredefinición del mundo, de sus habitantes y componentes nos ha orillado a un límite en el que ya no nos sentimos seguros cuando hablamos, sin importar si es para afirmar o para negar algo. Suponemos que todo debe de estar definido y por ello es que ya no podemos comunicarnos sin sentir cierta inseguridad, pues lo que uno dice podría estar ofendiendo la vida conceptual del otro, el cual tiene su propia forma de clasificar las cosas, las situaciones y las personas.

Suponemos que el afán por separar todo, por clasificar todo y por etiquetar todo es natural, sin embargo, es un vicio propio de occidente y de su tendencia a teorizar todo, a relativizar todo, a dudar de todo aún cuando sea absolutamente innecesario. Nuestra sociedad supone, en su ignorancia, que es mejor, superior y más evolucionada que las sociedades antiguas, pero basta con salir a dar una caminata para desmentir tal proposición. Los individuos contemporáneos están desconectados de la realidad, caminan observando una pantalla que reproduce al infinito otros simulacros de la realidad, o al menos avanzan con el sentido del oído obstaculizado por un par de audífonos cuyo único efecto verdadero es el aceleramiento de la enajenación del sujeto. Si la clasificación existe, es sólo para fomentar la polarización social.

La humanidad, conforme avanza la era del capitalismo, se disocia más y más de sí misma. La mayoría vive culpando a los demás de su propia desgracia, sin darse cuenta ni querer reconocer que este individuo que se autopercibe como una víctima es en realidad un cómplice de su propia desgracia y del sistema esclavizante, pues al mismo tiempo que condena la vida actual se mantiene en una total conformidad con ella y replicando toda práctica dogmática.

La autovictimización es la bandera de nuestro tiempo. La lista de posibles trastornos psicológicos que una persona podría tener aumenta con cada año, sin que sepamos a ciencia cierta qué tan verídicos son, pero esto no importa, pues la mayoría ha descubierto que puede obtener cierta ventaja al escudarse detrás de un trastorno. Lo cierto es que la humanidad nunca ha tenido estabilidad psíquica y al paso al que vamos parece que será imposible la salud mental plena, sobre todo si consideramos que hoy se le da más importancia a lo que cada quien imagina de sí mismo, que a lo que en verdad es, y es que lo que cada quien piense y sienta, no necesariamente será lo real; estos son los efectos de la separación.

A diferencia de la filosofía occidental, que tiene una tendencia a segmentar el mundo como si se tratara de un cuerpo en una plancha de disección, la filosofía oriental prefiere reflexionar en torno a la idea de la indivisibilidad de la realidad, un ejemplo claro de esto es la filosofía del Tao–Te–King, misma que el maestro en kung fu, Bruce Lee, alguna vez pretendió escudriñar a partir del principio de René Descartes que dicta: “Pienso, por ende, existo”. Son pocos quienes saben que Bruce Lee dedicó algunos años de su vida al estudio de la filosofía occidental y a su comparación con Oriente, estudio que quedó plasmado en una obra llamada Papeles y de la que puede citarse el siguiente fragmento a propósito de la separación:

«La filosofía occidental no acepta lo que la vida es. Aspira a hacer de la realidad un problema. El enfoque occidental de la realidad es principalmente teórico, y la teoría empieza por negar la realidad. Dudar es pensar, y el pensamiento es lo único en el universo cuya existencia no se puede negar, porque negar es pensar. En el taoísmo y el budismo chinos, el mundo se ve como un campo indivisible. Si existe el pensamiento, también existo yo, el que piensa, así como el mundo en el que pienso. Yo no tengo experiencia, soy la experiencia. Yo no soy el sujeto de una experiencia, soy esa experiencia. Así pues, no sudamos porque hace calor: el sudor es el calor. El que conoce ya no se siente separado de lo conocido. No tengo otro yo que la unicidad de las cosas de las que soy consciente. La persona no vive una vida definida de manera conceptual ni científica. Para la cualidad esencial de vivir, la vida se encuentra sencillamente en el vivir. El vivir existe cuando la vida se vive a través de nosotros. El que vive no es consciente de vivir. La vida vive, y en el flujo de la vida no se plantean preguntas. La plenitud, el ahora, es una ausencia de la mente consciente que pretende dividir lo indivisible.»

La principal diferencia entre la filosofía occidental y la oriental es que la primera separa la teoría de la práctica, al tiempo que conceptualiza y separa la realidad; por otro lado, la filosofía oriental prefiere comprender la realidad como un fenómeno simultáneo en el que todo es todo al mismo tiempo, en pocas palabras, para la filosofía oriental el “yo” no existe y por ello tampoco hay motivos para sufrir; vivir, dicta la filosofía oriental, ocurre en un campo indivisible.