En su obra El Zen y el arte de cuidar motocicletas, Robert Pirsig describía el riesgo de presionar la razón hasta el límite, donde ésta se repliega sobre sí misma: “En las regiones elevadas de la mente es preciso adaptarse a los aires más finos de la incertidumbre y a la enorme magnitud de las cuestiones planteadas…”
Cuanto más significativa sea la pregunta, tanto menos probable es encontrarle una respuesta inequívoca. El reconocimiento de la propia incertidumbre nos anima a experimentar, y son las experiencias las que nos transforman. Somos libres de conocer la respuesta, tenemos libertad para cambiar de posición, e incluso para no adoptar ninguna posición. De esta forma, aprendemos a reformular nuestros problemas. Seguir haciéndonos una y otra vez las mismas preguntas sin encontrar respuesta es como seguir buscando lo que hemos perdido en los sitios donde ya hemos mirado. Entonces concluimos que la respuesta, como los objetos perdidos, se encuentra en alguna otra parte.
Aquí, como en muchos otros sitios, los descubrimientos están entrelazados. El reconocimiento del proceso permite soportar la incertidumbre. La sensación de libertad requiere de incertidumbre: porque necesitamos tener libertad para cambiar, modificar o asimilar la nueva información, según vamos avanzando. La incertidumbre es el compañero inseparable de todo buscador o explorador.
Paradójicamente, cuando renunciamos a la necesidad de certeza en términos de control o respuestas fijas, encontramos en compensación un nuevo tipo de certeza, no apoyada en hechos, sino en la sensación de ser dirigido. Comenzamos a fiarnos de la intuición, de ese conocimiento de todo el cerebro, al que el científico y filósofo Michael Polany da el nombre de “tácito saber”. A medida que sintonizamos con las señales interiores, éstas parecen hacerse más fuertes.
Así entonces, a medida que avanzamos en la improvisación en el terreno de la incertidumbre, la intuición se convierte en compañero cotidiano, depositario de nuestra confianza para dejarnos guiar por él, lo que genera una sensación creciente de estar fluyendo y actuando de la forma más adecuada.
Íntimamente unida a la intuición está la vocación, literalmente “la llamada”; como decía Antoine de Saint Exupéry de la libertad: “No existe más libertad que la de quien se abre paso para poder llegar a algo”, y eso es la vocación, el proceso de abrirse paso para llegar a algo. Es la dirección más que el objetivo. Así, uno descubre una nueva forma de voluntad flexible que ayuda a seguir la vocación; y eso es, precisamente la INTENCIÓN, que supone una cierta deliberación, sin convertirse en la cualidad férrea de la voluntad.
Así, en el momento en que uno empieza a hacer lo que quiere hacer se inaugura una especie de vida diferente, es algo, yo diría, místico, en donde la misma Providencia actúa a nuestro favor; o como lo dijera Paulo Coello “el Universo conspira a nuestro favor”. La intención pone en marcha toda una cadena de acontecimientos, creando una sinergia que hace surgir en favor de uno toda especie de incidentes, encuentros imprevistos y ayudas materiales que nadie podría haber soñado que llegaran de ese modo.
Wayne Dyer, en su libro El Poder de la Intención, la concibe como una energía que nos procura el mayor de los dones, el de la creación. Todos formamos parte de esa energía, y precisamente en su libro lo demuestra con casos reales que muestran cómo se puede establecer conexión con esa Fuerza Universal.
Ponerla en movimiento es una vocación que te invito a descubrir y ejercitar, y en donde te darás cuenta que no estamos solos y que hay una vasta red de apoyo mutuo, de personas que han emprendido la transformación y que comparten una misma y más amplia visión de una realidad de armonía, paz, justicia y prosperidad, por encima de lo prosaico de la política y la economía.
GRACIAS PUEBLA.