A los 6 años, Damián ya le pega muy fuerte al balón. Por eso, los niños de 9 años buscan jalarlo a sus equipos en la colonia. Lleva el futbol en la sangre, pues su abuelito había sido jugador de barrio, un tío abuelo se quedó a un paso de ser profesional y su papá es un fanático del esférico.
Un día, un entrenador de Racing — el mismo que descubre a los hermanos Milito— se fija en él y lo invita a probarse. Pasa después a Independiente, donde conoce a futuras figuras, como Matías Vuoso y Diego Forlán, además de la amistad que ya tiene con Gabriel Milito.
A los 14 años, Damián se da cuenta de que tiene que esforzarse más, alimentarse mejor (come mucha pizza) y tomársela en serio. Le ayuda haber heredado de su papá un carácter fuerte y una gran lección —“si quieres algo, sé disciplinado”—, haber jugado con niños más grandes y haberse curtido en la exigencia y la rispidez de la calle (había que defender el honor del barrio).
Su despegue como profesional es accidentado. A los 21 años, surge la oportunidad de venir al León. “No te vayas, Dami, algo no cuadra”, le dice su papá, preocupado. El joven está decidido a no voltear la vista atrás y enfrentar lo que venga, lejos de su familia, de sus amigos y de su mundo.
El orgullo pesa.
Algo de razón tenía su papá, pues, tras apenas un mes, el club esmeralda deja ir al volante.
Empieza entonces una travesía en el desierto que revelará en él una gran resistencia y fortaleza mental.
A pesar de muchos intentos, ninguna escuadra lo ficha. Sus ahorros se acaban y busca trabajo de lo que sea. Se abre una oportunidad como parrillero, pero los horarios le harían casi imposible entrenar. Su novia — pilar incansable de su carrera y reserva inagotable de apoyo— lo insta a que no abandone sus sueños.
Damián establece entonces un plan de trabajo semanal como el de un profesional: partidos, trabajo de recuperación y entrenamientos, que incluyen doce kilómetros de carrera. Su novia (que, quién lo duda, será su esposa) está ahí para animarlo, motivarlo e infundirle confianza.
Acumula más pruebas fallidas y la enésima es con la Franja.
Chelís lo entrevista cara a cara y decide contratarlo. Le dice que el papeleo va a tardar unos días.
Damián desconfía, pues ya antes lo han engañado con la misma historia. Incluso no le comunica la feliz noticia a nadie. El recelo se convierte en terror cuando, el lunes siguiente, ve en el campo de entrenamiento ¡al sobrino de Menotti! Chelís lo tranquiliza y le dice que se va a quedar.
En Puebla, Damián deja el alma y nunca abandona su posición, aunque esté lesionado (por la necesidad, se acostumbró a jugar lastimado en el llano). Resulta pieza clave para que el equipo recupere la categoría en 2007. Tras la victoria, llama a sus papás para darles la gran noticia. Hay llanto y alegría.
El corazón de Damián está con la Franja. Quien fuera comentarista en dos mundiales (¡vaya sueño!) dice no haber recibido más que cosas buenas para su vida del club, la afición y la ciudad.
Se siente muy cercano a Puebla y muy querido por su gente, sentimiento que corresponde con gratitud y amor incondicional por la camiseta.