“La inseguridad y la violencia son animales incontrolables que suelen terminar atacando a su propio amo”.
-Renny Yagosensky, escritor venezolano.
Vivir con la constante sensación de miedo o incertidumbre por la inseguridad que nos rodea se ha vuelto una constante tan arraigada, que la costumbre de existir con esa condición es una realidad incómoda, pero innegable.
La frase de: “No nos acostumbremos a tanta violencia e inseguridad” se ha vuelto en una advertencia desgastada, trillada, inútil.
Todos en este país experimentamos a diario ese incómodo desasosiego a la hora de salir al trabajo, a la escuela, al supermercado, al banco, al cine, a realizar algún tramite, a comer y a mil actividades más.
Todos al atravesar la puerta de sus hogares ya salen con un importante grado de estrés por no saber lo que pueda pasar, porque en alguna medida, nuestro cerebro y nuestro organismo activan en automático un estado de alerta que agota, que agobia.
La inseguridad en nuestra ciudad, en nuestro estado y en nuestro país es una condición social que se ha instalado desde hace más de 25 años. El grave dilema es que en el último lustro este fenómeno se ha desbordado al grado que ya no hay manera visible de contenerlo y mucho menos de erradicarlo.
El miedo se ha encumbrado una vez más como el mayor y más eficaz mecanismo de control.
La más reciente encuesta del INEGI en materia de seguridad pública urbana (ENSU) es por mucho reveladora, pero a la vez, intrascendente: 6 de cada 10 encuestados mayores de 18 años se siente inseguro de vivir en sus ciudades, las mujeres son las que experimentan mayor temor, los sitios que generan altos niveles de estrés son los cajeros automáticos, el transporte público, las carreteras, las autopistas, las calles que habitualmente se transitan y los bancos.
El diagnóstico es por demás claro pero hasta ahora, poco o nada importa.
Los datos ya no vienen de una radiografía, brotan de una resonancia magnética que ha dejado de tener impacto en las autoridades porque la “enfermedad” está muy avanzada en un “paciente” cada vez más paralizado por la incertidumbre de saber que los remedios aplicados hasta ahora, no solo no funcionan, sino que han agravado su condición.
Los gobernantes tienen un diagnóstico que alarma cada vez más y es que la sociedad no solo se ha ido adaptando a la “enfermedad” de la violencia y de la inseguridad. Hoy muchos órganos de ese “paciente” permiten y hasta participan de una “afección” que tarde o temprano los va a alcanzar y a exterminar.
En Puebla se registró de manera reciente un hecho por demás sintomático de este mal. En el municipio de Xoxtla dos uniformados murieron a bordo de una patrulla oficial al ser atacados por desconocidos; los uniformados no eran policías, no estaban armados y no habían sido capacitados para desempeñar un cargo de alto riesgo.
Lo anterior motivó que el gobierno estatal que se va en unas cuantas semanas colocara al frente de la policía municipal un mando que pueda contener la inseguridad mientras las autoridades locales cumplen con la obligada designación de personal certificado y registrado en la base nacional de seguridad pública.
El problema por demás delicado es que, según datos de las propias autoridades estatales, entre el 15 y el 20 por ciento de los municipios en la entidad se vive un fenómeno similar en el que las nuevas autoridades no saben o no pueden manejar los cuerpos de seguridad porque en la mayoría de los casos son inexpertos en la materia.
Los llamados de las nuevas autoridades federales, de la que están aún en funciones e incluso de las que aún no asumen su responsabilidad han sido constantes; las y los nuevos alcaldes están advertidos del riesgo que corren si no ejercen un control inmediato y sobre todo, si dejan la coordinación y los reportes de incidencias en el terreno de la omisión.
El reto se agrava cuando se agregan dos ingredientes que se han convertido en verdaderos catalizadores del fenómeno social: la falta de personal certificado y bien pagado y la impunidad que se hace cada vez más evidente.
Los policías en funciones son un personal cada vez mayor y sin incentivos reales para cumplir de manera eficiente con sus encomiendas; saben que hacer cumplir el orden y la paz social puede costarles la vida y más complejo aún, ahora entienden que detener a algún delincuente aún en flagrancia no es una misión cumplida, sino un riesgo adquirido.
Este escenario del “no pasa nada” ha trascendido a tal nivel que cada vez son más los miembros de la sociedad que participan de manera directa e indirecta en esta realidad, desde quienes protegen de manera intencional hasta quienes callan por temor.
La enfermedad avanza y las nuevas autoridades ya tienen claro que este virus de la inseguridad y la violencia pueden poner en grave riesgo al paciente e incluso contagiar un cuerpo médico que desde hace años ha venido recetando solo “mejorales”.
La etapa de la medicina preventiva aplicada con dosis de valores sirve, pero en este caso sencillamente ya no alcanza para revertir el daño.
No obstante, no todo está perdido. La oportunidad radica en que al “hospital” está llegando un nuevo “cuerpo médico” que debe trabajar y corregir las malas prácticas y omisiones en todos los niveles de este nosocomio de nación. El reto y la dificultad es que ya no hay tiempo, el diagnóstico está claro, la septicemia avanza y se requiere de una decisión inevitable: ¿se entra a cirugía o se recetan más tratamientos paliativos al paciente?
@ivanmercadonews