El valor de las cosas que solucionamos al azar es directamente proporcional a la necesidad que tenemos de ellas, por ejemplo, hay quien se puede dar el lujo de apostar un millón de pesos en un casino, pero también hay quien no se permitiría perder ni diez pesos en un volado.
El azar plantea soluciones irrefutables a dilemas que por su naturaleza no se pueden resolver de forma justa, por eso, quienes se someten a sus determinaciones deben asumir que podrían perder dos veces, la primera, poniéndose en manos de la arbitrariedad, y la segunda, padeciendo sus efectos. Por lo tanto, cuando acudimos al azar debemos estar en disposición de renunciar a la justicia.
En consecuencia es posible concluir que existe una incompatibilidad insalvable entre el azar y la justicia pues son dos fenómenos disímiles y hasta contradictorios, debido a que uno es voluntario y el otro no, el primero se impone desde la razón y el segundo debe necesariamente prescindir de ella para realizarse.
Por eso, resulta paradójico que en la reforma al Poder Judicial se establezca un método de selección azaroso para determinar quién o quiénes serán las personas responsables de impartir justicia o quién y quiénes no lo serán a pesar de contar con la solvencia académica y los méritos en el servicio público.
Entonces la tómbola no puede garantizar la mejor justicia posible, sino la probabilidad de mejorarla o en otras palabras “la mejor justicia probable”. Con el azar también aligeramos nuestra justicia, pues si antes los juzgadores eran producto de maratónicas carreras judiciales y de intensos procesos de selección, los que ahora sean producto de la tómbola sabrán que basta y sobra con tener suerte.
Empequeñecimos la justicia para que cupiera en la tómbola, ¿Qué será lo siguiente que le metamos?