El más joven de la mesa de los amigos había convocado a una comida diferente para ese fin de semana. Basó su gesto, reunir a un grupo de gastrónomos, en su presunta experiencia para preparar uno de los platillos típicos de los estados de Sonora y Sinaloa, donde un chile en especial es el principal protagonista de su elaboración.
Felipe le avisó al grupo de haber recibido un kilo de auténticos chiltepines silvestres, frescos, con los cuales daría el toque especial a una mezcla de camarones y algunos frutos y vegetales, así como de toques secretos aprendidos por él durante una estancia en tierras sinaloenses.
A Zalacaín le gustó el reto, pues ciertamente los chiltepines, también llamados “chile piquín”, son originarios de esa zona y los mejores suelen ser los obtenidos en su forma silvestre, cuyas matas se enredan con los tunales y árboles espinosos, lo cual complica su recolecta.
Alguno de los amigos originarios de Chiapas alegó el origen del chiltepín en su tierra bajo el nombre de “chile Chiapas”. Y ciertamente el también llamado “piquín” ha sido rebautizado en varias partes como amomo, amash, chile de monte, mosquito, diente de tlacuache, ticushi, pico de pájaro, tempichile, pico de paloma e, incluso, algunos le llaman “gachupín”. En náhuatl lo conocían como “chiltecpin”, “chiltécpitl” o “chile pulga”.
En realidad se trata de una variedad del Capsicum annuum mesoamericano, conocida en lo particular como “Glabriusculum”.
Los expertos en el chiltepín reconocen, por mucho, la diferencia del sabor entre los chiles silvestres y los cultivados, y especialmente el de una determinada región de Sonora, donde los conocedores lo denominan el “oro rojo de Sonora” por su valor gastronómico y también por el precio alcanzado en el mercado… a veces hasta 3 mil pesos el kilo el proveniente de la Sierra de Sonora.
Zalacaín recordó a los amigos los escritos del florentino Franceso Carletti, un italiano distinguido por haber sido el primer comerciante en emprender un viaje alrededor del mundo entre 1594 y 1602. En su periplo pasó por México, especialmente por algunos puertos del Océano Pacífico, para luego dirigirse a Nagasaki. Carletti se interesó en los métodos alimenticios de los pobladores y describió el consumo del chiltepín así: “Son muchos los que cultivan los campos enteros de diferentes calidades de él (el chile), es decir, quién largo, quién redondo, y quién grueso y pequeño, pero todo fuerte, que quema donde toca, y despierta al apetito y ayuda a la digestión”.
Y llegó el día de la comida. Felipe acudió ataviado de su vestimenta y la compra de productos y, en una bolsa de papel, los codiciados chiltepines frescos. Camarones sin cabeza, crudos, cebollas moradas, pepinos, mangos, jícamas, limones, cilantro, sal, unos chiles serranos y algunas cervezas.
Así, empezó la preparación. Los camarones crudos pelados y lavados en agua corriente, el corte de los demás productos en finas láminas. Hizo varios aguachiles, uno, el tradicional, donde solo mezcló el agua con chiltepín martajado y metió los camarones; a otro le agregó limón, sal y pimienta. Y luego vinieron unos donde se incorporaron trozos de pepino y cebolla rebanada con chiles serranos; le siguió uno más, con mangos y jícamas también rebanados. A uno le agregó unos camarones crudos y macerados un rato en la cerveza oscura. Algún platón más recibió una copa de mezcal blanco.
Y los dejó reposar un buen rato en platones perfectamente cubiertos con film, un adherente para cubrir alimentos, y todo se guardó en el refrigerador mientras llegaban los invitados. Así de sencillo.
El aguachile ciertamente es popular en Sinaloa y Sonora. Algunos ubican su origen en Nayarit, donde se mezclaba el agua caliente y el chile martajado a manera de una salsa muy aguada y en ella se sumergían los camarones frescos y limpios, de donde se le conoce en algunos sitios de Sinaloa como “el manjar de los amantes de los mariscos crudos”.
Quizá el origen de esta salsa “aguachile” haya sido por la necesidad de ablandar las carnes secas de venado y de res, conservadas así para luego ser usadas en la alimentación en aquellas tierras a falta de otros medios de conservación de la carne. El agua caliente mezclada con el chiltepín martajado permitía ablandarla y darle un sabor especial, apetitoso, mientras el campesino hacía sus labores en la sierra. Incluso en Sonora se dice que “puede faltar la carne, pero nunca el chiltepín”.
La práctica habría pasado luego a las costas y cambiaría la carne seca por los abundantes camarones de Sinaloa.
A la mesa llegaron los recipientes de aguachiles, las tostadas, algo de mayonesa, las cervezas, el mezcal, el tequila… y las anécdotas en torno al chiltepín, un platillo fresco, apetitoso y cuya receta está abierta a modificaciones sin freno, según nos lo demostró el amigo Felipe.