Una de las tradiciones culinarias con más apego a las formas de cocinar está prácticamente en extinción. Cocer, freír, conservar, sazonar, guisar en barro, es algo sólo posible en las fotografías antiguas o en los pueblos más alejados de las zonas urbanas.
El empleo del barro en la fabricación de ollas, cazuelas, jarros, comales, etcétera, es ancestral, antes de la llegada de Cristóbal Colón, los pueblos asentados en Mesoamérica cocinaban en barro, y lo siguieron haciendo después de la conquista. Los historiadores registran el uso del barro en la cocina desde hace unos 4000 años.
La transformación de la tierra mezclada con agua, pisada, trabajada, cocida al fuego, constituyó una de las formas de presentar la evolución de la cocina, sin despreciar, claro está, el hierro.
En eso pensaba Zalacaín al limpiar las viejas ollas de la familia cuidadas con esmero, heredadas de varias generaciones, algunas despostilladas, otras sin asas, quizá alguna tronada ya por algún golpe o simplemente por el paso del tiempo.
La tradición alfarera de Puebla es antes de la fundación de la ciudad, Mariano Fernández de Echeverría y Veytia en su “Historia de la Fundación de la Ciudad de la Puebla de los ángeles” da fe de cómo los primeros habitantes usaron el barro de las faldas del cerro de Behlem, también conocido como el de San Cristóbal, en sus faldas se instaló la zona conocida como “El Alto”, parte del barrio de Tepetlapan, donde había “barro para trastes de cocina”, quienes eran conocidos como “loceros rojos” a diferencia de los “loceros blancos”, encargados de la producción de la loza blanca, la talavera.
Alexander von Humboldt registró durante su recorrido por México al menos 46 locerías en Puebla, muchas de las llamadas de “loza corriente” en El Alto.
Esta fabricación de artefactos de cocina estuvo unida a la tradición culinaria angelopolitana desde siempre, desde 1531.
Por desgracia la zona de los alfareros de La Luz, El Alto, Xanenetla ha ido en franca decadencia ante el desinterés de las autoridades de todos sus niveles, el último horno de la Luz entró en un litigio, ahí cocían el barro varias familias con años de tradición y experiencia en su fabricación.
Decía una de las tías abuelas de Zalacaín cuando empezaban las labores al lado de una cazuela de barro: “Solo la cazuela sabe los hervores que se guarda”. La otra le respondía: “Todo lo que corre y vuela va pa´la cazuela”. Y empezaban a contar anécdotas de cómo se hacía esto o aquello.
No perdonaban cocer los frijoles en la cazuela de barro, los dejaban toda la noche a un lado de la estufa con un calor apenas perceptible, al día siguiente empezaban a cocerlos y luego los “cocinaban” decían ellas, o sea los sazonaban en la cazuela más vieja pues le daba mejor sabor al caldo de frijol.
Mole de Olla, Pipián o Mole Poblano sólo eran dignos de comerse si habían sido cocinados en una buena olla de barro.
Y las heredaban de generación en generación, lo mismo sucedía con los metates y los molcajetes pues estaban perfectamente bien curados.
Y tenían las tías abuelas sus métodos y sus secretos, primero comprar la olla o la cazuela, observarla, cargarla, verla a trasluz, revisarla minuciosamente. Luego llenarla de agua y ver si no tenía filtraciones. Luego se vaciaba, se le untaba ajo y se llenaba de agua nuevamente se ponía sobre fuego muy bajo y se agregaba vinagre blanco; se dejaba reducir el agua hasta quedar apenas lo alto de tres dedos.
Después se dejaba enfriar y se vaciaba el agua. A veces, le untaba aceite de oliva y la volteaban por toda una noche, al día siguiente le frotaban jabón amarillo disuelto en agua hirviendo y la ponía, de cabeza, en la azota para “que le diera el sol”, decían.
Al tercer día se dejaba cocer algo dentro del recipiente, casi siempre eran frijoles, pero no se consumían, se los daban al perro o los tiraban, era hasta la siguiente cocción cuando la olla o la cazuela podían usarse.
Además, seleccionaban las ollas para los alimentos, la de los frijoles, sólo se usaba para eso, la del agua, sólo para hervir y voltear el agua, había otras donde se freía, alguna más se reservaba exclusivamente para el Mole Poblano.
Y ¡cuidado… nunca se prestaba una cazuela o una olla!
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