Tan sólo verlos, Zalacaín se remontó a sus más profundas y antiguas vivencias. Los recordaba recién llegados, envueltos en una servilleta blanca, albísima, bordada con flores o pájaros multicolores, esa la costumbre del regalo.
En correspondencia las tías abuelas entregarían otra parecida o elaborada por ellas, bordada o tejida con ganchillo a manera de carpeta sirviendo como base o tapa de algún otro alimento.
Zalacaín los conocía perfectamente desde pequeño, en la mesa era costumbre tenerlos los fines de semana cuando algún pariente o conocido regresaba de Atlixco y había dos encargos de por medio, el otro era la cecina de “La Güera”, le decían, un puesto en el centro del mercado donde era común aquello de “güera, güera, güerito, una probadita” y acercaban un pequeño trozo de cecina al visitante.
La madre de Zalacaín les decía “clacloyos”, la abuela “tlacoyos”, alguna tía avecindada en Cuautla les llamaba “tlatloyos”, otra vecina se refería a ellos como “tlayoyos”, al final eran lo mismo, pero los de Atlixco eran diferentes, en tamaño, sabor y apariencia.
En la Sierra Norte de Puebla eran ovalados, a veces unos más gruesos, otros planos, los había también triangulares.
Los rellenaban de arvejón, habas, frijoles, algunos de garbanzo.
Pero los de Atlixco eran, y siguen siendo por fortuna, únicos.
Zalacaín los había conocido desde muy pequeño, los había rojos, de maíz colorado, azules o blancos, según el grano, y estaban rellenos de una masa de frijoles no cocidos y con hojas de aguacate trituradas, esos, decían las “marchantas” eran los originales, otras a veces, hervidos o refritos.
Al paso de los años el aventurero investigó sobre los “Tlacoyos”, fray Bernardino de Sahagún había escrito de ellos en su “Historia general de las cosas
de Nueva España” cuando se refería a los alimentos de los “señores”: “Otra manera del tiánguez, que se llama íztac tlaxcalli etica tlaoyo”, cuyo significado es “tortilla muy blanca que tiene de dentro harina de frijoles no cocidos”.
En el mercado las marchantas también se referían a ellos como “machetes”, nombre escuchado alguna vez años atrás y pocas veces repetido en la actualidad, derivado de la forma de la hoja del machete, tan común en las labores del campo.
Muchos los comían calentados en un comal y con salsas o queso y crema encima, pero la abuela tenía una forma peculiar de prepararlos. Después de calentarlos en un comal, los cortaba en dos por lo ancho y los freía en manteca o en aceite de oliva, los doraba, y luego ya en la mesa les agregaba salsa verde con aguacate o salsa roja y queso añejo.
La mayoría de las veces los tlacoyos servían de compañía a un trozo de cecina a la parrilla, otras se ponían a un lado de un par de huevos fritos, con el tlacoyo se rompía la yema del huevo y eso era un manjar.
La tradición de comer tlacoyos o tlaoyos en la casa de Zalacaín venía desde sus ancestros, donde la costumbre en “Todos Santos” eran los tlacoyos rellenos de ayocotes, pero esa, esa es otra historia.
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