El hijo de un viejo amigo había contactado al aventurero, le peguntaba sobre cómo sorprender a una mujer, como lograr su atención y enamorarla. La jovencita era de una buena familia de la ciudad, se trataba de esas personas formadas aún en la vieja aristocracia de la ciudad.
Acostumbrada a comer bien y a sus horas, a beber vino en las comidas, mantener charlas de cultura general, viajes, marcas, modas, filosofía, y por supuesto religión y apellidos famosos en el entorno.
Formada en escuelas privadas, con algunas experiencias en el extranjero, hablaba bien el inglés y masticaba, decía el chico aquél, algo de italiano y francés.
El escenario no era fácil, pensó Zalacaín, enamorar a una mujer así estaba fuera del alcance de muchos pretendientes, los padres la habían puesto en un altar y desde ahí cualquier mortal era visto un poco menos.
Zalacaín empezó la charla con el hijo de su amigo explicándole las condiciones usuales de llamar la atención y provocar el enamoramiento. Le contó las experiencias de su viejo maestro en vinos y amores quien defendía a capa y espada una teoría “a la mujer se le enamora a partir de la mesa”.
¿Cómo –le había preguntado- en la mesa? Sí, respondió Zalacaín, sentarse a la mesa en principio iguala a los desiguales, en estatura y corpulencia, por ejemplo, pero además permite la interacción para conocer realmente la educación, los gustos, la costumbre, las virtudes y las debilidades de la otra persona.
Y empezó el aventurero a describir el escenario de cómo el enamoramiento es posible a partir de la mesa. Desde el sitio elegido, la atención a la invitada, tomarla en cuenta en todo momento para decidir la comida y la bebida. Ahí surgen los primeros intercambios culturales. Las manifestaciones del conocimiento sobre los productos ofertados en el establecimiento, por ejemplo, y las bebidas para iniciar la charla, los vinos, los digestivos, etcétera.
Zalacaín continuaba con la charla e iba respondiendo todas las dudas e imaginando al hijo de su amigo cómo sería el encuentro aquél donde un amor podría surgir.
La charla sobre la comida es muy buena, para enamorar, le decía, la explicación de los alimentos, la comparación de los sabores, la definición del gusto, el intercambio de opiniones sobre la forma como están preparados y la exaltación de los sabores con los vinos.
La forma de comer, de masticar, los tiempos, los espacios, el uso de la servilleta, cómo tomar la copa, cuánto beber a un tiempo, cuanta fuerza o ligereza de movimientos para moverse en el entorno de la mesa… El chico estaba asombrado, nunca pensó en la trascendencia de esos pequeños detalles, comunes, cotidianos, por tanto, a veces ordinarios y donde el comensal no ponía atención, pero el ojo de una chica como la descrita por el joven seguramente estaría preparado para identificar si el hijo de su amigo tenía o no futuro a su lado.
Zalacaín imaginaba y recordaba cómo en el pasado le tocó participar en esos encuentros donde era todo un reto sorprender a una mujer en la mesa, cuánto dejaba de placer a la invitada ser tratada diferente, y cuánto era posible demostrar en el choque de las copas, mirando a los ojos, decía el maestro del aventurero.
La charla necesita de un tiempo, de un espacio, para ir planteando las coincidencias y las diferencias de la pareja e ir formando, construyendo el primer escalón para continuar con la relación.
En todo eso pensaba cuando el hijo del amigo le explicó, la chica no quiere ir a un restaurante, su familia va dos o tres veces por semana a uno diferente; la chica no quiere vinos, quiere probar antojitos poblanos, aguas frescas, estar parada en el zaguán de una casa esperando el servicio de los molotes o las chanclas, saborear las fritangas y después pasear por el centro de la ciudad.
Zalacaín abrió una botella de vino y le ofreció al hijo de su amigo una copa. Levantó la suya y le dijo “Salud por esa mujer, cuánto hubiera dado por conocerla antes que tú”.
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