Entre Capirotadas y Torrijas

Recetas que deben preservarse

JESÚS MANUEL HERNÁNDEZ/Texto y fotos

  · jueves 5 de abril de 2018

Otra tradición gastronómica angelopolitana, heredada de la fusión de las cocinas española y mesoamericana está extinguiéndose paulatinamente ante la invasión masiva de los dulces de Pascua, los huevos de chocolate en concreto.

El aventurero había procurado desde siempre mantener vivos los recuerdos y la práctica de preparación de los alimentos de la Cuaresma, algunos en específico podían mantenerse todo el año, como los huevos revueltos con charales y nopales dentro de una salsa verde, y en cuanto a los postres, la capirotada y las torrijas, sin duda eran pieza fundamental para entender la Semana Santa y aún la de Pascua.

Recetas sencillas, de fácil preparación, de la mano de la cocina del reciclaje de los productos dejados de uno o varios días en la alacena. En algunos barrios aún se conservan las tradiciones de hacer los alimentos para venta en el zaguán, las señoras mayores poseedoras de esas recetas en extinción procuran mantener viva la costumbre de los alimentos según la temporada; así, los chileatoles, los tamales, los atoles, el champurrado o el café de olla de barro pueden adquirirse por las tardes.

Antes se acostumbraba para mantener en parte el ayuno y el sacrificio, el consumo de postres como las Torrijas, algunos les llaman también torrejas; y el Domingo de Resurrección la Capirotada.

Ambas tienen su origen en Europa. La Torrija sin duda es la más antigua, se encuentra por primera vez citada bajo el nombre de “aliter dulcia”, otro plato de dulce, la elaboración de una rebanada de pan sumergido en leche, Marcus Gavius Apicius la describe en su obra, la primera dedicada a la cocina en el mundo occidental. No se sabe cómo evolucionó a la torrija de hoy día, tampoco su uso en la Cuaresma. Pero en la Edad Media se usaban para mejorar el estado físico de las parturientas; ya en esa época aparecen recetas de rebanadas de pan duro, huevos, azúcar, leche o vino.

Juan del Encinal las cita a principios del Siglo XV como un alimento hecho de “miel y muchos huevos para hacer torrejas” propio de las parturientas; Domingo Hernández Maceras en su “Libro de Cozina” y Francisco Martínez Motiño, cocinero del rey, las describe en su manuscrito “Arte de cozina, pastelería y bizcochería y conservería” aparecido en 1611.

En otros países aparecieron las torrijas bajo otras denominaciones como las “tostées dorées” o el “payn purdyeu” pan perdido en Inglaterra.

Con la llegada de los españoles a Mesoamérica se introduce también el consumo de las torrijas, los recetarios impresos del siglo XIX daban cuenta ya de su presencia como tradición de familia y se trataba de una “rebanada de pan o de bizcocho, empapada en vino u otro licor, rebozada con huevos batidos, y frita en manteca o aceite. Se hace también con otros ingredientes, tomando nombre del principal, y entre nosotros es lo común echarla después de frita y servida en almíbar”.

En los recetarios poblanos las torrijas aparecen varias preparaciones, la base siempre es la rebanada de pan o bizcocho duro a veces con mantequilla o manteca, remojadas en vino, rebozadas siempre, algunas más aderezadas con almidón, clavos y canela molidos; incluso el uso de los frijoles era válido en forma de pasta y rociadas con agua de azahar.

Unas más angelopolitanas eran rellenas de requesón, de camote mezclado con almendra en forma de pasta, de coco y hasta de mamey.

A mediados del siglo XX cobró fama “El Libro de Doña Petrona”, una famosa cocinera, Petrona C. de Gandulfo, quien en la sección de repostería únicamente reconoce una receta de torrijas donde se usa leche hervida con vainilla, azúcar, rebanadas de “pan del día anterior”, o sea duro, con un espesor de un dedo, las rebanadas se rebozaban en huevo y se recomendaba untarlas con mermeladas o cubrirlas de almíbar.

Zalacaín saboreaba al recordar las recetas, para él y su familia era una tradición colocar los platones sobre la mesa llenos de torrijas e ir bañándolas con el líquido preferido, lo mismo aparecía el almíbar, la miel de piloncillo, aportación mesoamericana, algo de canela, vino tinto o vino de jerez, e incluso alguna vez llegó a probarlas con los típicos vinos de frutas de Zacatlán de las Manzanas.

La “capirotada” era el otro postre de cuaresma, su nombre derivó en el pasado del uso del sombrero, capirote, empleado por las personas un tanto menesterosas habituadas a comer un plato típico español con base en la mezcla en capas de un sofrito de ajos en aceite de oliva, queso y huevos, aderezado con hierbas aromáticas, en otra capa aparecían trozos de perdices. El capirote fue el sombrero de pico usado en la Santa Inquisición y hoy tradicional en algunas hermandades y cofradías responsables de los “pasos” en la Semana Santa.

La capirotada también llegó a la Nueva España de la mano de las recetas conventuales y las costumbres alimenticias de los nuevos pobladores. En aquella época no era un postre, se trataba de una manera de hacer “sopa” común y corriente.

Se hacía en una tortera o cazuela de barro donde se colocaba aceite o manteca en la base para freír ajos, cebollas y jitomates picados, completados con agua o caldo, luego se colocaba en otra tortera una capa de pan como el usado para las torrijas, y se agregaba el caldo producto del sofrito anterior, se espolvoreaba queso añejo rallado, clavo, canela… todo ello se metía a dos fuegos en el horno y se aderezaba con huevos estrellados y fritos en manteca, su uso era propio de la Semana Santa.

Los recetarios del siglo XIX contenían métodos para preparar capirotadas de carnes de cerdo, carnero y jamones con pan remojado, y una especial se usaba como postre se llamaba “capirotada dulce para vigilia”, donde las carnes estaban ausentes y se coronaba con pasas, almendras, nueces, piñones y queso rallado.

Esta receta trascendió los años y se alojó en el seno de la familia del aventurero Zalacaín donde cada Viernes de Cuaresma, especialmente el Santo y el Domingo de Resurrección se elaboraba de una manera reducida. Al platillo asiste el sincretismo de los usos gastronómicos del sur de Puebla, donde la caña de azúcar es común.

Las rebanadas de pan duro se fríen y se colocan sobre un platón para ser bañadas con miel de piloncillo y la capirotada se adorna con queso añejo rallado o triturado en molcajete, pasas y cacahuates…

Sin duda las torrijas y la capirotada, se añaden, por desgracia, a los platillos en extinción de la historia de la gastronomía de Puebla.


elrincondezalacain@gmail.com

Video en: Youtube Canal El Rincón de Zalacaín

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