El famoso periodista André Dominé es considerado uno de los expertos en temas del vino pues ha dedicado su vida a conocer, amar, cuidar y podar las cepas de muchas variedades de uva en Europa, principalmente en el sur de Francia, donde se asentó en 1981 y se dedicó a escribir sobre su pasión. Su primer libro lo consiguió publicar en 1986 y después apareció en 2001 el compendio más importante del tema: “Wine”.
Este periodista es el referente de muchos investigadores especializados en la enología, abarcando países, regiones, denominaciones de origen, uvas y marcas de vino en el mundo.
“Wine” se tradujo al español bajo el nombre de “El Vino” y Zalacaín tenía un ejemplar repetido, regalo de algún político en desuso y, sabedor de las inclinaciones gustativas del aventurero, ese día decidió regalarlo a algún familiar interesado en aprender más sobre procesos de vinificación, variedades de uvas y orígenes del vino; en la angelópolis se estaba poniendo de moda leer de vino y gastronomía, se manifestaba en la tendencia de beber más vino y saber de él, un asunto siempre bienvenido.
Bodegas españolas sin presencia en México se habían echado a cuestas la promoción, divulgación y puesta en el mercado de marcas desconocidas, con lo cual el mercado ampliado permite a los expertos degustar vinos no tan famosos pero de buenas referencias.
Había quedado el aventurero en ver a su familiar en el bar “La Ópera”, un clásico de Puebla con antecedentes de varias décadas y asentado al menos desde 1940 en la 16 de septiembre 1303, frente a la Iglesia de La Mansión, espacio referido por muchos jefes de familia para estacionar el automóvil so pretexto de entrar a “persignarse” a la iglesia, cuando en verdad tocaban el claxon y pedían a algunos de los Montecinos unos menyules para llevar.
Tan solo entrar, en Zalacaín se sintió la ausencia de un hijo predilecto del bar, Leo Vite, el trovador recientemente fallecido y quien por varias décadas animó a los clientes de la cantina, bar, centro de reunión, consultorio moral, psicológico y psiquiátrico de varias generaciones.
“Dos sin azúcar” fue la orden enviada a la barra, donde Jorge, uno de los nietos de Pedro Montecinos, fundador de La Ópera, sigue la tradición aprendida del encargado de la barra, Juan Salas, “Juanito” para los clientes y quien también ya se adelantó en el camino.
Varios vasos de los llamados “old fashion” fueron colocados en el borde de la barra y empezó a efectuarse la celebración, el rito, de elaborar las bebidas en el sacrosanto espacio donde los componentes se mezclan al amparo de la menta fresca, auspiciados por el movimiento uniforme de ambas manos para conseguir la perfección del llamado, por unos, “menjul” y, por otros, “menyul”, aunque suene igual.
El familiar llegó y sorbió del popote corto, disfrutó y exclamó como todos los primerizos en visitar La Ópera: “¿cómo lo hacen, qué lleva?”.
La charla llevó a hojear alguna de las páginas de “El Vino” de Dominé. La base del menyul no es el ron, como muchos lo piensan, es el jerez Tío Pepe (perteneciente a la Colección Fino de González Byass), un vino seco de uva palomino, que se utiliza para darle un toque de color y dulzor a la bebida y el cual es emblemático de Jerez, de Andalucía y, por supuesto, de España.
Dominé escribe sobre él: “[se trata de un] vino muy seco y pálido, madurado con flor, que es preferible disfrutar en los seis meses posteriores al embotellado; tiene aromas de levadura y almendra; se sirve frío como aperitivo o para acompañar tapas y platos de pescado; una vez abierto, se conserva poco tiempo… es interesante solo como variedad principal de la manzanilla y el jerez. Prefiere los suelos secos y cálidos de Andalucía, en especial las tierras de albariza alrededor de Jerez…”.
Las anécdotas empezaron a contarse mientras un plato con pata de res en escabeche era colocado en la mesa por el otro nieto, Manuel Montecinos, y un “palillero” se sumaba a la oferta.
Efectivamente, dijo Zalacaín, el Fino es un jerez con poca vida (“no sabe viajar”, se decía antes de él) y una vez abierta una botella el proceso de oxidación es muy rápido, de ahí que la mayoría de los bares y restaurantes poblanos no lo usen, sin embargo, en La Ópera no hay un menyul sin su buena porción de Tío Pepe, el ícono de la bodega jerezana fundada por don Manuel María González Ángel en 1835 en el centro del Triángulo de Jerez (formado por Sanlucar de Barrameda, el Puerto de Santa María y Jerez de la Frontera).
Don Manuel aprendió a hacer vinos de jerez con el procedimiento de “flor” en soleras y criaderos gracias a su tío materno, José Ángel y Vargas, quien se ganó la confianza del propietario y recibió un espacio en la bodega, donde, en una de las botas, se escribió “Solera del tío Pepe”, como cariñosamente le decía don Manuel. La historia y la calidad del producto hicieron su tarea y el famosísimo Tío Pepe se convirtió en un emblema de Andalucía y de España a partir del 1844. Durante décadas, la plaza de la Puerta del Sol en Madrid fue el escenario de la botella y el nombre de Tío Pepe.
La charla continuó mientras llegaba el segundo menyul a la mesa y la charla de los vecinos se contagiaba. Una pareja de turistas se animó a preguntar cuáles eran los menyules originales. Y los clientes habituales voltearon con caras descompuestas, esa era una verdadera grosería, un atrevimiento. Solo los menyules de La Ópera, de la familia Montecinos, son reconocidos como originales y auténticos por los poblanos.
Y así fue como Zalacaín se enteró del proceso de imitación de la bebida con toques estrambóticos, bajo el amparo de escenarios modernos y donde los precios superan los tres dígitos. Hoteles exclusivos y bares improvisados han pretendido copiar y ofrecer los “auténticos menyules”, donde la palomino no siempre está presente en las proporciones necesarias, ni tampoco el azúcar morena, ni los toques a gotas de licores, la presión de la mano, etcétera; no es un asunto muy fácil, dijo Zalacaín a su pariente: No basta con saber la receta, es el método, la calidad de los ingredientes y, por supuesto, el ambiente de La Ópera, los cuales son requisitos indispensables, como antes en las corridas de toros, donde los hombres fumaban habanos de seis toros y las mujeres sabían mover el abanico.