Unos familiares habían traído de regalo unos cuantos kilos de “moronga” famosa en su pueblo por prepararse con total higiene y haberse condimentado como los abuelos la hacían.
La charla empezó por dilucidar si el nombre correcto de esas tripas delgadas del cerdo era “moronga”, “morcilla” o “rellena”, como Rosa la cocinera de la familia le decía al preparar los tacos sabatinos de “rellena en salsa verde martajada”.
A fin de cuentas, el principio es el mismo, pese a la necedad de una de las primas en insistir sobre la “mexicanidad” de la moronga.
En verdad, si no fuera por la llegada del cerdo a tierras mesoamericanas en tiempos de Hernán Cortés, ningún carnicero, ninguna fiesta, ningún albañil hubieran podido preparar los guisos de la moronga.
La tradición de la charcutería, de los embutidos naturales es muy antigua y se remonta sin duda a las tradiciones de la cocina romana, divulgada en todo el Sacro Imperio y por tanto asentada en las hoy Alemania, Francia y España. Obvio, los españoles trajeron la sangre dentro de las tripas del cerdo a América y se adaptaron maravillosamente a los guisos nacionales, mejorando, en muchos casos su sabor.
Se trata del arte de elaborar las morcillas y morcones, la raíz de sus recetas. Los intestinos gruesos o delgados, según se usen es el nombre, se recoge la sangre del cerdo en el momento de ser colgado cabeza abajo, antiguamente en un plato o artesa de madera y con una pala, también de madera, no se dejaba de mover mientras escurría el animal degollado a fin de evitar su coagulación. En la zona del reino de León la matanza del cerdo, como en otros reinos y principados, se acostumbraba en noviembre, así lo reproduce el famoso calendario en los muros del Panteón real de la Colegiata de San Isidoro.
Después venía, contaba Zalacaín a sus familiares, la preparación de las morcillas, morongas o rellenas. Según la región, según las costumbres y los ingredientes a la mano se iban revolviendo especias como la pimienta, el clavo o los cominos, en algunos casos anís, ajos triturados o finamente picados, cebolla picada, manteca del cerdo, sal, hierbabuena o menta, pimentón, orégano, etc.
Según los países las recetas fueron modificándose, los parisinos por ejemplo le dieron más importancia a la cebolla; los asturianos a la de cebolla y los de Burgos de arroz, y entre ellas la de Sotopalacios, sin duda la mejor probada por Zalacaín.
Las tripas se lavan perfectamente, ya limpias se rellenan en algunos casos manualmente, y se va metiendo la sangre del cerdo con los condimentos elegidos, luego se meten las morcillas en agua hirviendo. En algunos casos las morcillas se dejan ahumar sobre la hoguera de las casas y se maduran, con ellas se consiguen los mejores sabores para la fabada asturiana.
La abuela y sus hermanas no eran muy dadas a comer la sangre de los animales, pero una tía lejana sí, y las cocinaba maravillosamente. A la morcilla común y corriente, le hacía cortes para dividirla en pequeños trozos, y los guisaba con rajas de chiles jalapeño, epazote y cacahuates. Aquello era uno de los típicos almuerzos de la prima de la abuela donde Zalacaín conseguía un disfrute inenarrable.
Esa “rellena” cocinada se bañaba después con salsa verde martajada recién hecha y se hacían tacos con el guiso, acompañados a veces de un buen pulque del rancho de los parientes.
A fin de cuentas, la sangre del cerdo es muy poblana en su tradición culinaria, pues la ciudad de los Ángeles fue la cuna del cerdo en México.
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