Las migas de los amantes | EL RINCÓN DE ZALACAÍN

Domingo Gascón Guimbao fue un turolense del siglo XIX dedicado a varios oficios

JESÚS MANUEL HERNÁNDEZ

  · miércoles 1 de agosto de 2018

Domingo Gascón Guimbao fue un turolense del siglo XIX dedicado a varios oficios, entre ellos el periodismo y la minería, también auspició entre 1873 y 1880 desde su casa en Madrid, la edición de un peculiar folleto llamado “Guía del Peluquero y el Barbero” donde aparecían explicaciones sobre la abundancia o escases del cabello, la manera de peinar y teñir, cortar la barba, etcétera. De vez en cuando salpicaba sus escritos con una más de sus pasiones, se había dedicado a recolectar poemas relacionados con los Amantes de Teruel.

En 1892 Domingo publicó un Almanaque llamado “Miscelánea Turolense” donde dio rienda suelta a sus pasiones literarias y gastronómicas.

El venturero Zalacaín había conseguido después de mucho esfuerzo algunas referencias de los documentos de Gascón y una mañana llena de luz le animó a releer algunas consideraciones donde las “Migas” y los amantes de Teruel son protagonistas.

Recordó el aventurero aquél espectacular e hiperrealista conjunto escultórico en la capilla de San Cosme y San Damián, en la iglesia de San Pedro de Teruel, obra de Juan de Ávalos. La leyenda sitúa a los personajes en el siglo XIII, Juan Diego Martínez de Marcilla, un joven de Teruel, sin dinero, se enamora perdidamente de la hija de un acaudalado señor, Isabel de Segura. El padre de la chica le da al pretendiente un plazo de cinco años para juntar el dinero suficiente para poder pedirla en matrimonio y decide irse a la guerra.

Pasa el tiempo y Juan Diego no regresa, este escenario lo aprovecha el padre de la chica quien le asegura un matrimonio con Pedro de Azagra; Marcilla no se entera y planea su viaje de regreso a Teruel con una buena cantidad de dinero.

Al entrar a Teruel un campesino le informa de la boda de su amada; desenfrenado, Juan Diego corre a la casa de Isabel y se mete a los aposentos y le pide un beso de amor, pero ella, recatada al fin, lo rechaza, por estar ya comprometida con otro.

Al poco tiempo don Diego muere de amor, según cuenta la leyenda; Isabel acude al funeral y se acerca a la tumba de su amado, y entonces le da el beso negado en vida, instantes después, Isabel cae muerta sobre el cuerpo de Diego. Las familias de ambos intercambian informaciones y reconocen el desafortunado romance y deciden enterrarlos juntos.

La leyenda se afianza con los dos cuerpos momificados encontrados años después, han sido sometidos a estudios de ADN y no concuerdan con la versión oral, pero aun así el alabastro fue usado por el maestro Juan de Ávalos para dejar testimonio del frustrado amor. Se trata de dos sepulcros separados, donde las manos de ambos se acercan en el medio.

Pues bien, reflexionó el aventurero, tomó el documento donde se hace referencia a los escritos de Domingo Gascón y leyó:

“Quiero hablar de las migas de mi tierra, porque es el plato de más general aceptación. Bien sé yo que no es peculiar de Teruel, pero me atrevo a asegurar que migas como aquéllas no las haya en ninguna parte.

“Pudiera ocuparme de las antiguas de Alcañiz y de sus aceitunas secaderas; de los orejones de Calanda; de las manzanas de Pitarque; del queso de Tronchón; de las truchas y cangrejos del Guadalaviar; de las pasas y cascabélicos de Albarracín, etc., etc.; pero esto me llevaría muy lejos, y quiero hablar sólo de las migas.

“No hay para qué decir, pues todo el mundo lo sabe, que este es un plato que sólo encaja en los almuerzos.

“Se requiere un pan especial para que las migas sean buenas, y yo sólo lo he encontrado a propósito en mi provincia. Desde luego afirmo que el pan, que se consume en Madrid en sus variadas clases no sirve para mi plato.

“Se toma un pan que tenga, por lo menos, dos o tres días, pues de cochura reciente debe desecharse; se divide en dos mitades y tomando cualquiera de ellas se hacen en sus ángulos cortes verticales y después horizontales para que resulten pedacitos del tamaño de garbanzos. Es mejor la corteza que la miga. Después de cortados se colocan en una servilleta y se les echa un poco de agua, revolviéndolos bien, para que se humedezcan por igual. Acto seguido se espolvorean con sal, todo lo más fina posible, en cantidad necesaria. Esto ha de hacerse por la noche, y envueltos en la misma servilleta, para que no pierdan la humedad se guardan hasta el día siguiente. Media hora antes de la señalada para el almuerzo se fríe aceite en una sartén, quemando dos dientes de ajo. Cuando el aceite está en su punto se quitan los ajos y se echan las migas de una vez, revolviéndolas sin cesar con rasera o espumadera de hierro durante doce o quince minutos, y bien caliente se sirven en la mesa.

“Estas son las verdaderas migas al estilo de Teruel. Allí, como en muchas provincias, forman parte del almuerzo de personas acomodadas, o lo constituyen por completo en la mesa o en el banco de los pobres.

“Hay algunos que las aderezan con salsa de tomate o les añaden trocitos menudos de jamón. Otros las comen con chocolate o con uvas. Yo las prefiero al natural.

“Pocos platos habrá de más antigüedad que éste. Tengo por cierto que lo comían ya mis paisanos cuando en el siglo XI hirieron al Cid en las puertas de Albarracín, peleando cuerpo a cuerpo y matando sus mejores hombres de armas; que las comían también los que en el mismo sitio, y un siglo después, derrotaron al Rey D. Jaime, matándole los dos principales caballeros de sus aguerridas huestes; que las comieron los Amantes de Teruel no puede dudarse tampoco.

“Mis paisanos lo saben. El mejor obsequio que me pueden hacer cuando vengan a Madrid es traerme un pan para migas”.

La lectura sin duda despertó el apetito, Rosa, la cocinera, tenía algunos trozos de torta de agua, duros, de dos o tres días antes, el aventurero le pidió reunir todos los ingredientes para almorzar una buenas migas con sus ajos fritos y completadas con el sabor del epazote y de un chilpotle frito, aportación poblana a las antiguas recetas de Aragón.

Zalacaín recordó aquél dicho popular escuchado alguna vez en el Café Aguirre, el viejo, el original, de la calle 5 de Mayo en la Angelópolis, donde una pareja entrada en años acostumbraba merendar. La gente decía de ellos “Los amantes de Teruel, tan tonta ella, tan tonto él”.

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