Rosa había dejado abierta la puerta de la cocina, los olores empezaron a llegar a la biblioteca de Zalacaín, algo ahumado, dulzón, quizá con un punto bajo de picor, el aventurero se acercó a la cocina y se impregnó del olor desprendido por el hervor de una cacerola, dentro nadaban entre burbujas unos cuantos chiles guajillos con jitomates pequeños. Rosa prepararía sin duda una buena salsa, un adobo diría la abuela.
Estas salsas eran comunes en la casa de las tías y la abuela cuando se trataba de hacer almuerzos condimentados.
Una vecina, esposa de un militar, había nacido en Guadalajara y recorrido una buena parte del norte del país, vivió en Zacatecas, Tamaulipas, Colima y al llegar a la Angelópolis su marido se retiró y se quedaron a vivir en la ciudad.
Doña Amelia, se llamaba, tenía el gusto por cocinar un “chivito en barbacoa”, el marido conseguía los animalitos tiernos, sacaba las tripas y las lavaba muy bien y las acomodaba dentro de la panza del animalito. Hacía un adobo con los chiles llamados por ella “chilacates”, para las tías de Zalacaín se trataba de simples chiles guajillos, los mezclaba con orégano, mejorana, laurel, tomillo, pimienta, clavo, canela, ajo y jengibre, con todo eso hacía una pasta en el metate, rebajada después con vinagre y se la untaba a todo el chivito.
Una cazuela de barro recibía al animalito acompañado de manteca, jugo de naranja y sal, y se dejaba cocer y dorar. Después venía la invitación a comer y la verdad, era una barbacoa muy sabrosa, según le contaba Zalacaín a Rosa, quien se había sorprendido por el nombre de los chiles “chilacates”.
Zalacaín le explicó, el guajillo es el nombre dado al chile mirasol cuando se seca ahumado o en un horno, otros le llaman, según la región del país, nopalero, costeño, travieso, cualachero o chilaca roja, pero al secarse los poblanos le conocen como “guajillo” y se usa mucho en la elaboración de salsas.
Tiende a ser dulce, afrutado incluso y poco picante, por tanto es muy sabroso para quienes no gustan o toleran lo picoso.
Rosa sacó el metate y empezó a moler los guajillos hervidos y desvenados junto a un diente de ajo y los jitomates escalfados y sin piel. Y molió con un ritmo especial, con el juego de las muñecas al mover el metlapile.
Pronto apareció el adobo y Zalacaín salivó. Aparte habían llegado unas tortillas de mano, dos de ellas se calentaban en un comal de barro y de la cesta de mimbre habían sido sacados dos huevos.
Rosa había puesto una cucharada de manteca en el sartén, medio sancochó una de las tortillas, caliente, y la sacó, le untó el adobo del guajillo y soltó en el sartén un par de huevos para hacerlos “estrellados”.
Con la habilidad de los años, apenas arrojó unos granos de sal, con una palita de madera, sacó los huevos y los colocó sobre la tortilla.
Zalacaín había sorbido un poco de expreso recién hecho, pero ante los olores y la apariencia de los huevos optó por servirse una copa de cava y almorzó como Dios manda.
Vaya desayuno-almuerzo, como los de antes en el rancho de la abuela, donde el cava no se conocía, pero sí el pulque, y era un compañero inmejorable, pero esa… esa es otra historia.
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