Desde hace algún tiempo en la ciudad de Puebla resulta común ver en los zaguanes de las casas, en anuncios en redes, la oferta de “paella casera”, los precios varían desde menos de cien pesos hasta más de 400 la orden, según los ingredientes a considerar.
Al aventurero le habían invitado a comer en casa de un amigo una “deliciosa”, le dijeron, paella a la leña. Sabedor de la cuantía de imitaciones e improvisaciones había corregido a su amigo: “seguro será un arroz con cosas”, nombre con el cual se identifica en España y en el Mediterráneo en términos amplios al arroz hecho dentro de una “paella” o “patela”, según los orígenes.
Zalacaín contó: los ejércitos romanos al llegar a Iberia encontraron suelo propicio para el cultivo del arroz y al no tener los utensilios necesarios, usaron su escudo, la patela, sobre la cual vertieron arroz y agua con caracoles, hortalizas y conejo, después el plato sería mejorado, sofisticado, hasta alcanzar la fama de hoy. Los soldados romanos le llamaban arroz a la patela, pero los valencianos la tradujeron como arroz a la paella y de ahí nació la versión de reducir el nombre a “paella”, cuando el sartén se llama realmente así.
Lo de “arroz con cosas” surgió cuando los españoles empezaron a cocinar el arroz en paella con otros ingredientes y cuando llegaron las recetas México sufrieron más alteraciones con lo cual los conocedores diferenciaban la verdadera paella, del arroz con cosas, también llamados “tropiezos”.
El aventurero acudió a la casa del amigo y encontró un arroz, sabroso, salpicado de chistorras, algo de pollo, cerdo, camarón pacotilla y alcachofas en salmuera. La comida se salvó por la aparición de un Finca Malaveina, el famoso vino de Bodegas Perelada, llevado a las mesas de Ferrán Adriá y hoy posible de conseguir en México.
La charla tornó sobre definir la “verdadera” receta de la paella, hubo quien dijo agregarle jaibas desnudas, colas de langosta, codornices y abulón…
Vaya sincretismo pensaba Zalacaín a quien le preguntaron cómo le gustaba la paella. Simplemente dijo: “a mí me gusta más una paella de arroz negro”. Y contó historias.
Los habitantes de las costas del Mediterráneo y el Adriático, los italianos, tenían la costumbre de comer una pasta o un arroz con tinta de calamar, le llamaban “riso nero di seppia”. Lo preparaban como un arroz común, pero le agregaban los trozos de pescado y calamar junto con su tinta, quizá un accidente, y el arroz se “pintaba” de negro. Con el tiempo las patelas o cazuelas de barro, planas, fueron arraigándose en Italia, principalmente en Florencia, Venecia, e incluso migraron gracias a los viajes del Mediterráneo, con ellos el arroz negro llegó a Alicante, Barcelona, Ampurdán y Palafrugell.
Los españoles “decoraron” el plato, a la patela terminada le pusieron gambas rojas encima y la paella cobró vista. Y contribuyeron a una característica del arroz negro hoy imitada en muchos países.
Una de las características del arroz negro es el toque del "socarrat” para algunos productos de la casualidad o de un accidente de la cocina, para otros conseguido intencionalmente para llevar a la boca los sabores de la reducción de la tinta de calamar y el arroz cocido, seco, sequísimo, pegado al fondo de la paella. Algunos cocineros le llaman también el “torraet” y lo desprenden y combinan con el arroz al punto.
En fin, contaba Zalacaín, quizá la próxima vez les invitaría un arroz negro hecho con caldo de pescado de roca y precedido por unas sardinas frescas a la parrilla, pero esa, esa otra historia.
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