Tanto encierro, tanto confinamiento, tanto aislamiento, remueve recuerdos y avisa sobre la ausencia de lo cotidiano. Las prácticas habituales al desayunar, comer o cenar, acudir a las antojerías nocturnas o disponer lo necesario para recibir a los amigos para las comidas de los viernes, se han quedado en la cartera de las asignaturas pendientes.
El aislamiento no era nuevo para Zalacaín, de alguna manera acostumbrado al desapego social, a limitar las “confianzas” de los conocidos, a contar, como diría la abuela, a contar a los amigos con los dedos de la mano, y a veces no se completaban cinco.
Una convocatoria al encuentro surgió cuando se asomó la vuelta a la normalidad y el grupo de amigas y amigos decidió una comida a sana distancia, una enorme mesa donde seis personas habrían de convivir separadas al menos 150 centímetros entre cada una. El menú se fue confeccionando de entre los alimentos más extrañados en el confinamiento.
Todos coincidieron en platos sencillos, despreciaron los cortes de carne importada, foie gras, pescados, por tratarse de un mes sin “r” y recetas elaboradas.
Una sincronía de deseos se dio en el grupo, hacer una comida con el sello casero, el recuerdo de la cocina de la madre.
Y así empezó a confeccionarse. Las chalupas de entrada, seguidas de una salsa de chicharrón verde, ensalada de calabacitas tiernas con vinagreta casera y aderezadas con queso añejo y orégano, trozos de chicharrón con carne, alguien sugirió y fue aceptada una ensalada de nopales y rábanos con cebolla blanca fresca, quesillo oaxaqueño con rajas y zanahorias en escabeche, albóndigas en salsa de chile pasilla, carne enchilada, cecina, chorizos a la parrilla, algún guisado con verdolagas o quelites, quizá de espinazo de puerco, plato típico de la ciudad.
Y siguieron las aportaciones, algunos vasitos de pulque para empezar la comida y seguidos por mezcal y quizá cerveza, si se conseguía, o vino tinto mexicano. Tortillas y pan de agua, la torta poblana, unas rajas de chile del tiempo, ya en el mercado, con crema o leche y queso añejo, o revueltas con huevo. Frijoles…
Pero para Zalacaín faltaba algo para completar un menú casero a la poblana, la sopa de fideos, ese manjar de la infancia, con tantos y gratos recuerdos para él. Y entonces les leyó unos versos escritos por el propio aventurero décadas antes:
“Oda a la sopa de fideos
El recuerdo de la infancia
me lleva a la sopa,
ese caldo, jugoso, gustoso;
contenía el amor de la madre,
los fideos se freían,
como el primer cariño,
que no se doraba,
sólo se dejaba tomar un color tostado,
muestra de su intensidad.
El caldo era el complemento,
abundante, oloroso, sabroso,
contundente,
muestra de la mano maestra
que mezclaba la conciencia,
el cariño, las especias,
el modo de hacerlo.
Y en el fondo,
cual cebolla y jitomate acitronados,
el toque de un beso,
el primero, quizá.
Y después sentir cómo la sopa de fideos
te calienta el cuerpo,
como el primer amor,
cual primer desasosiego,
que envuelve el fideo frito
con el caldo del alma.
Cuánto extraño,
en el invierno de mi vida, esa sopa...
Quizá por eso, siempre supe,
desde que te conocí,
que serías, por siempre,
como mi sopa de fideos”.
Y los suspiros fueron dándose uno a uno entre los comensales.
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