Las tradiciones gastronómicas del mundo en tiempos decembrinos son muy variadas, cada país, cada región privilegia los platillos por ser de temporada o por constituir una especialidad cuyo precio a lo largo del año no es posible pagar para una buena parte de los ciudadanos.
En los países nórdicos y de centro Europa la repostería de almendra y chocolate constituye un atractivo, muchas galletas y pasteles se decoran con los colores navideños y las figuras son de animales, pinos o personajes del nacimiento de Jesús.
Pavo asado, pato, faisán, ciervo o jabalí se privilegian en Francia según la región y por supuesto el vino espumoso de Champagne recibe demandas importantes de consumo.
En España la variedad es más amplia, no sólo contempla la repostería de turrones y panes, hay especialidades regionales como el capón de Vilalba, el macho castrado, con registro europeo; el besugo al horno, la ensalada de lombarda, el cochinillo, el cordero lechal, la escudella, el pavo relleno y por supuesto el bacalao.
La tradición de comer bacalao en la cena de Navidad o de Fin de Año fue heredada en Puebla por la influencia de la colonia española, los grandes abarroteros de Puebla importaron desde el siglo XVIII el pescado salado de Noruega. Las recetas son innumerables, tan solo en Portugal se conocen al menos mil formas diferentes de prepararlo.
En los hogares poblanos cobra fama el bacalao a la Vizcaína, desmigado, sin espinas, cuando el más sabroso es el lomo, pero es cuestión de gustos y de costos.
Sin embargo la cocina regional de Puebla tiene aportaciones gastronómicas importantes, se considera como de la casa la Ensalada Navideña con base en el betabel, lechugas, cacahuates, jícamas y naranjas frescas; la pierna de cerdo al horno, los chilpotles rellenos de queso fresco, los ayocotes adornados con queso añejo y sardinas, y muchos otros platos.
Pero hay algo donde el sincretismo se obtiene de una forma natural, armónica al paladar con aportación de sabores bien mezclados gracias al gusto de las cocineras conventuales de siglos atrás.
Zalacaín mantenía la charla con sus amigos recordando tiempos idos, donde manos consagradas a la cocina conseguían despertar la santidad del paladar.
Pero un plato en especial le motivaba al aventurero esta charla ocasional: “Los Romeritos en Mole Poblano con Tortitas de Camarón Seco”.
Hierbas comunes del campo, sin cultivo, cocinadas con la salsa más barroca de México, el Mole con apellido Poblano y no de pueblo, y acompañados con las tortitas, especie de croquetas donde el camarón seco se aprovechaba desde tiempos de hambruna, de poco presupuesto, y la cáscara del camarón molida con algo de carne del mismo crustáceo, producía un polvo agradable al paladar. Lo demás era elaboración casera, con las manos se hacían las tortitas y se freían, se reservaban en un plato con papel de estraza para desprender la grasa absorbida.
El Mole Poblano hacía el resto, recibía a los romeritos cocidos y escurridos y las tortitas, y ponía a navegar a los dos ingredientes en la espesura de su salsa, los sabores saltaban, brincaban, llenaban la boca y remontaban la mente a la cocina maternal, a la abuela, a las tías, a la familia en esas cenas navideñas y de Fin de Año donde aparecían además los tejocotes en almíbar, pero esa, esa es otra historia.
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