En el pasado, las abuelas tenían por costumbre elaborar laspapillas, los purés, los primeros alimentos de los bebés con baseen las hortalizas recién adquiridas en el mercado. Se procurabanlos mejores ingredientes, cocinados con higiene, vigilados de cercacon el ojo experimentado; se probaban la sal y el dulce, laconsistencia de todo aquello para llevar a la boca de losinfantes.
El aventurero Zalacaín recordaba cómo se procuraba el pollomás fresco, si era de granja o de rancho –mejor–; incluso lasmás experimentadas se hacían cargo del sacrificio del animal, depelarlo luego de meterlo en agua hirviendo para facilitar quitarlelas plumas.
La papilla de pollo se hacía con la parte más suave de lagallina o el pollo, la pechuga, y, en la medida como el pequeñoiba desarrollando la dentadura, se le daban las patas de pollo, unarecomendación de los pediatras de antes, pues el colágenocontenido en las extremidades del animal servía para fortalecerlas encías y, además, procuraba calmar las molestias de la salidade los dientes.
Se usaban también los trozos de pan duro, de torta de agua; elpequeño, al morderlos, se rascaba de manera natural las encías yse facilitaba y aumentaba la salivación.
Los huevos tibios se acostumbran de igual forma, condimentadoscon muy poca sal; se vaciaban del cascarón a una tasita especial,como de café exprés, y, una vez revueltos dentro, se empapabantrozos de pan y se llevaban a la boca del bebé.
Cuando ya podía ingerir otros alimentos, el arroz blanco secompletaba con un huevo estrellado. El taco de tortilla reciénhecha, de mano, se enrollaba con un toque de sal dentro y se ledaba al infante mientras llegaba el resto de la comida. Luego seagregaría la salsa ligera, de jitomate o tomate, sin chile, y conel tiempo el picante iba apareciendo a fin de ser aceptado ydeseado como condimento “sine qua non” del gusto mexicano. Esospasos iban formando el gusto, la identificación de sabores,texturas; se comparaba lo salado con lo dulce y la sazónmaternal.
Las proteínas también se procuraban con el llamado jugo decarne, hecho con la carne del cuello de la res; así se pedía enla carnicería, picada después de haber sido pesada. Los trocitosde carne se introducían en un frasco limpio con agua y algunaespecia y después se metía el frasco en un recipiente mayor conagua para cocerlo en baño María; se conseguía así extraer todoel jugo de la carne, se servía bien caliente y se tomaba asorbos.
La fruta se comía de temporada, fresca, en la mañana, nunca enla noche, y las abuelas repetían la cantaleta: “La fruta por lamañana es oro; por la tarde, plata, y por la noche, mata”.
El desayuno, reflexionaba Zalacaín mientras esperaba sus huevosestrellados bañados en salsa verde martajada, era la parte másimportante de la alimentación. Incluso motivo de reunionesfamiliares los fines de semana, donde se armaban los menús paratodas las edades. Para los pequeños, los huevos revueltos conjamón, estrellados para reventar la yema con un trozo de pan, contocino; para los de mayor edad, revueltos con frijoles aguados osecos, y para quien ya comía picante, los chiles toreados, loschilpotles o las rajas de chile en vinagre.
Los mayores desayunaban chilaquiles rojos, verdes, en chilemorita, chile pasilla, bañados con crema y según el apetitoadornados con pollo deshebrado, chorizos fritos, longaniza, cecinay hasta con huevo estrellado.
Además, recordaba Zalacaín, en el desayuno no podía faltar laleche recién hervida, con chocolate o café; el atole de sabores;el champurrado o el chocolate espeso, y con ellos, el pan dulce,los churros, las conchas, las magdalenas, los huesos, las rejas,los colorados y un sinnúmero de variedades de panes dulces osimplemente media torta de agua, rebanada, sin migajón, conmantequilla encima y calentada en el comal, con azúcarespolvoreada al final.
De la leche hervida se guardaba la nata, y con ella o se hacíanmamones o se comía sobre una tortilla caliente y bañada consalsa; era un taco verdaderamente sabroso. La nata caliente seescurría por los dedos, y daba gusto chupárselos. Y, si habíamermeladas, eran caseras.
Eran otras épocas. Los desayunos formaban el paladar de losniños, de los jóvenes, y definían los gustos de los adultos.
Zalacaín había terminado sus huevos rancheros, hechos entortilla sancochada, embarrada de frijoles refritos y coronada conun huevo estrellado de puntilla y salsa verde martajada. Y pensaba:¿qué desayunan los niños del siglo XXI?
Por desgracia, el factor tiempo en los hogares; las enormesdiferencias económicas, las distancias entre el trabajo, laescuela y la casa han venido deteriorando la formación de losgustos de los niños sujetos ahora a la comida prefabricada, a lossobres, cajas, los envases de cartón que contienen dulces,golosinas, jugos, malteadas, cereales, harinas, etcétera; dondelos conservadores, los saborizantes, los edulcorantes y lafacilidad para preparar invaden las alacenas y las compras delsupermercado.
La torta de agua recién comprada en el hornito del barrio hasido sustituida por el pan de caja transportado desde varioskilómetros y preparado sabrá Dios cuándo, pero, eso sí,atractivo en el aparador de la tienda. Las tortillas de mano sesuplen por las de elaboradas en máquinas industriales de una masaen la que, en el mejor de los casos, algo de maíz habrá.
Los frijoles de olla ahora vienen en un bote o en un sobredeshidratados. Las mermeladas y ates caseros se venden en frascosimportados, con fecha de caducidad ilegible y con provocadores deardores de estómago.
Las papillas naturales ahora son de marca, se calientan en bañoMaría –igual–, se abren y a la boca.
La cocina de antes, reflexionaba el aventurero, era cuidada,producto de la experiencia, de la sazón, del estado de ánimo, delamor por los comensales.
Hoy eso se ha cambiado por abrir cajas, frascos, sobres, latas,vaciar, calentar y comer.
Con estas raíces, ¿cómo será el paladar de las próximasgeneraciones? ¿Acaso formado por píldoras? elrincondezalacain@gmail.com