En medio de gente desconocida, espero impaciente el aterrizaje del avión y es que solo a mí se me ocurriría viajar en Navidad; solo a mí, en un total descontrol por no tenerte en 60 días, en los que me he convencido de que ya no quiero amanecer sin ti.
“Los días pasarán más rápido de lo que piensas y cuando menos lo esperes ya estarás peleando nuevamente con mis manías”, dijiste el día en que me dejaste en el aeropuerto, tratando de suavizar mi angustia: “Ahora vete, si permaneces 15 segundos más estarás frente a la manifestación perfecta del drama y, por favor, no mires atrás o me molestaré contigo”.
Hice lo que me pediste, justo antes de ingresar a la sala de espera de vuelos internacionales tuve unas ganas inmensas de abrazarte y dejar todo esto de mi primera exposición de pinturas en Sudamérica atrás. Tal vez no tenía tan claro que el breve tiempo que habíamos compartido había sido suficiente para convencerme de lo mucho que significabas.
Los primeros días quizás fueron llevaderos al pensar que esto sería rápido y procuraba concentrarme en trabajar en mi oportunidad, pero, invariablemente, coexistía ese vacío de no tenerte conmigo para darme esa fortaleza que me inyectabas cada día cuando dejaba de creer en mí, en mi arte.
Después, a la mitad del viaje, decidiste hacerte fuerte y evadir mis intentos de estar en comunicación todo el tiempo. “Eres egoísta, sabes que necesito de ti en mi vida, ¿y ahora haces esto?”, escribí en un mensaje de WhatsApp en uno de mis intentos frenéticos por hacerte reaccionar, a lo que respondiste un par de días después, furiosa: “¿Acaso no entiendes que la distancia ha sido más difícil de lo que pensé? Es más fuerte que yo y estoy enojada sin deber estarlo, porque es tu sueño y yo no puedo estropear este momento, pero sencillamente no puedo evitar querer tenerte aquí”.
Traté de poner los pies en la tierra, juro que sí, pero sencillamente no lo conseguí: los días se hicieron cada vez más largos y a una semana de cumplirse esos 60 días, en medio de la madrugada, decidí tomar el primer vuelo que me llevara de regreso hasta nuestra vida juntos. Al contarle mis motivos de mi regreso precipitado al director de la galería, solo refirió con cierta sonrisa nostálgica “Regresa con ella”.
Y entonces sucedió, el piloto anunciaba el aterrizaje, mi corazón no podía contenerse, parecía que explotaría, no tenía certeza si después de avisarte que volvía por ti estarías ahí o no después de todo el caos entre mensajes sin contestar y videollamadas rechazadas. No sabía realmente si estarías, pero la única forma de conocer tu determinación era salir de ese avión.
Era una noche fría, solitaria y sin nadie al llegar a esa sala de espera donde te buscaba sin parar, incrédulo, pero no, no estabas ahí. Fue inevitable que una lágrima se escapara, pero me contuve asumiendo que habrías tomado una decisión de nuestra historia que, aunque no me gustara, tenía que respetar.
Esperaba en la asignación de mi taxi, ese que me llevaría a casa después de mi intento fallido, que me llevaría a un lugar seguro para desahogar todas estas emociones. “¿Podemos irnos?” le dije al conductor luego de que subiera las maletas a la cajuela, a lo que el asintió sin hacer más preguntas.
Entonces llegaste intempestivamente y abriste la puerta del auto, tiraste de mi mano y al salir me recibiste con un beso. De forma casi automática volvimos a nuestra atmósfera, no hubo necesidad de decir más porque tus labios con los míos expresaban mucho más de lo que nuestras palabras podían. Te tomé entre mis brazos y, sin más, supe que eras mi camino sin regreso a ese capricho que día a día quería ver al despertar.
* Médico psiquiatra, Sexólogo, Psiquiatra forense y Psicoterapeuta
Director de Mindful. Expertos en Psiquiatría y Psicología