Y las sesudas conversaciones mantenidas aquella tarde entre los amigos autollamados “los sabios” dejaron secuelas en varios de ellos. Alguno no soportó la mezcla y abundancia de los vinos rematados con unas copas digestivas. La variedad había sido totalmente seleccionada con base en el volumen de la comida.
Así, apareció la charola con los licores. Un Calvados, excelente destilado de sidra, aquél era el de Pays d’Auge, se dio a elegir entre tomarlo a temperatura o reposado en un vaso dentro de otro lleno de hielo frapé. Otro francés se presentó a los comensales, sin duda un lujo de los cartujos confeccionado con receta secreta desde principios del siglo XVII en el monasterio de Chartreusse, de donde toma su nombre y cuya llegada a la vida moderna se debe al mariscal francés Victor Marie d’Estrées cuando en 1735 consiguió la receta descifrada por el boticario del monasterio con lo cual pudo seguirse elaborando.
Otro más también en honor a Francia, el Cointreau, descendiente de la más refinada manera de preparar el Curazao, un licor donde las cáscaras de las pequeñas naranjas verdes de las Antillas son la base de su preparación. Finalmente, un vodka polaco, el favorito del aventurero Zalacaín, el Zubrowka está hecho con base en el centeno y condimentado con el alimento de los bisontes viajeros en la frontera entre Polonia y Bielorusia; ahí se da la famosa “Hierochloe odorata”, conocida coloquialmente como la “hierba del bisonte”; dentro de cada botella se coloca una hoja de la hierba con lo cual el licor adquiere un gusto muy especial y se toma, totalmente frío.
Zalacaín se había quedado reflexionando hasta entrada la noche con el grupo sobre la evolución de la gastronomía y los devenires y desavenencias de cómo los poblanos han ido perdiendo presencia en las mesas nacionales e internacionales, culpa, decía él, de los mandos políticos, no tanto de los sociales.
La mesa tenía más o menos el mismo nivel de cultura, casi las mismas experiencias de comida, viajes y formación de paladar, pero también grandes diferencias sobre los gustos dominantes y la forma de combinarlos. Pero esa diversidad se convertía en una importante riqueza de aquel selecto grupo de amigos del aventurero.
La conclusión del grupo fue única: debemos hablar más de comida y menos de turismo.
Se había llegado a esa premisa luego de considerar el riesgo de banalización de la cultura gastronómica de la ciudad de Puebla, plagada hoy de modas, de eventos populistas y poco constructivos para la divulgación de las raíces gastronómicas de los poblanos.
Hay una enorme demanda turística de la ciudad y sus servicios, pero no está compensada con niveles similares de oferta gastronómica, de donde los turistas ubicados en el sector del gastrónomo y no sólo del paseante, están en riesgo.
Pareciera dijo alguien del grupo, como si a los promotores de la comida poblana les interesara más salir en la foto de tal o cual evento y no precisamente definir la importancia de la comida, de los cocineros, de los productores, de la necesidad de conservar las tradiciones y buscar el apego al origen y el porqué de los platillos famosos de Puebla.
Sin duda Zalacaín quedó convencido de la urgente necesidad de hablar, investigar, divulgar, aportar información y no sólo reuniones sociales, donde ni siquiera se cumple con el mínimo del “banquete gastronómico”.
Y nuevamente recordó a Marco Tulio Cicerón en su dicho: “El placer de los banquetes debe medirse no por la abundancia de los manjares, sino por la compañía de los amigos y por su conversación”.
Cuánta razón, se dijo el aventurero tenía Platón: “Si el que debe tomar parte en un festín no está versado en el arte culinario, ¿cómo podrá juzgar el aderezo de los manjares?”
Y recordaron dos o tres de los amigos las enseñanzas de quien fuera su maestro y amigo, don Alberto Torreblanca Toussaint, un personaje sin igual con presencia en Puebla por varias décadas, unido a la comida, la bebida, el placer de la mesa, como pocas personas han existido en la angelópolis. Alberto, Beto para sus amigos, había fallecido no hacía muchos, se fue un día primero de enero, igual a su hermano, en medio de especulaciones sobre si su muerte fue inducida por haber caído en un coma insuperable.
Pero su memoria ha sido cultivada por varios amigos, a veces en público, la mayoría en lo privado, rodeados de un halo de bondad sobre sus enseñanzas.
Para don Alberto la gente comía en el mejor de los casos tres veces al día, para alimentarse y sobrevivir, pero sólo el gastrónomo lo hacía rodeado de la cultura, de la conciencia de cómo y qué se come y se acompaña.
Famosas fueron sus convocatorias a mesas de príncipes de la gastronomía, rodeadas de las mejores bebidas y viandas elaboradas por manos expertas encabezadas por las de su mujer la famosa “Chata Bordás”, quien dejó profunda huella entre las señoras del siglo pasado en Puebla, donde no nació, pero vivió mucho y bien.
Alberto tenía el don de la armonía y la estética en la mezcla de los alimentos y las bebidas, recibía con Jerez o Champagne, seguía la comida con blancos, frescos, y luego de volumen, para pasar a los tintos recatados y frutales y cerrar con los grandes, donde la madera y los años han dejado huella.
Enemigo de los banquetes masivos, Alberto privilegió siempre las reuniones pequeñas, donde el paladar fuera más o menos igual, donde los conocimientos de la comida tuvieran un común denominador y dejaban fuera a quien desentonaba o por exceso de copas o por ausencia de cultura.
Y lo hacía con una frase: “trágame tierra”, para referirse al comportamiento o comentario fuera de tono en la mesa.
Muchos recuerdos y grandes comparaciones llegaron a la mente del aventurero Zalacaín aquella tarde noche, cuando además la poesía asomó de la mano de Pablo Neruda:
Vino color de día,
vino color de noche,
vino con pies de púrpura
o sangre de topacio,
vino,
estrellado hijo
de la tierra,
vino, liso
como una espada de oro,
suave
como un desordenado terciopelo,
vino encaracolado
y suspendido,
amoroso,
marino,
nunca has cabido en una copa,
en un canto, en un hombre,
coral, gregario eres,
y cuando menos, mutuo.
A veces
te nutres de recuerdos
mortales,
en tu ola
vamos de tumba en tumba,
picapedrero de sepulcro helado,
y lloramos
lágrimas transitorias,
pero
tu hermoso
traje de primavera
es diferente,
el corazón sube a las ramas,
el viento mueve el día,
nada queda
dentro de tu alma inmóvil.
El vino
mueve la primavera,
crece como una planta la alegría,
caen muros,
peñascos,
se cierran los abismos,
nace el canto.
Oh tú, jarra de vino, en el desierto
con la sabrosa que amo,
dijo el viejo poeta.
Que el cántaro de vino
al beso del amor sume su beso.
Amor mío, de pronto
tu cadera
es la curva colmada
de la copa,
tu pecho es el racimo,
la luz del alcohol tu cabellera,
las uvas tus pezones,
tu ombligo sello puro
estampado en tu vientre de vasija,
y tu amor la cascada
de vino inextinguible,
la claridad que cae en mis sentidos,
el esplendor terrestre de la vida.
Pero no sólo amor,
beso quemante
o corazón quemado
eres, vino de vida,
sino
amistad de los seres, transparencia,
coro de disciplina,
abundancia de flores.
Amo sobre una mesa,
cuando se habla,
la luz de una botella
de inteligente vino.
Que lo beban,
que recuerden en cada
gota de oro
o copa de topacio
o cuchara de púrpura
que trabajó el otoño
hasta llenar de vino las vasijas
y aprenda el hombre oscuro,
en el ceremonial de su negocio,
a recordar la tierra y sus deberes,
a propagar el cántico del fruto.
¡Salud por Don Alberto Torreblanca!