Un texto aparecido en el diario español El Mundo, firmado por Víctor de la Serna, periodista y crítico gastronómico, le recordó a Zalacaín las enormes aportaciones del cocinero más original, arriesgado y congruente de los últimos tiempos en España, Abraham García Cano, nacido en los años 50 del siglo pasado en Robledillo, comarca de los Montes de Toledo, quien ha trascendido como El Padre de la Cocina Fusión del siglo pasado en los fogones madrileños.
Zalacaín leyó: “Hace cuatro decenios empezó la revolución de la cocina de fusión en Madrid, varios años antes de que el concepto -y el nombre por el que hoy es conocida- apareciesen en Nueva York, Londres o Sydney. Un joven cocinero toledano, Abraham García, abrió en 1978 su primer y modestísimo Viridiana y empezó a servir cosas tan inauditas como unos arenques marinados -que se agenciaba en Suecia- acompañados de un guacamole casero. Un pequeño grupo de entusiastas le siguió y, a lo largo de los años, esa actitud irreverente fue extendiéndose y dando lugar a lo que hemos llamado a veces ‘escuela madrileña de los sabores’, que rompe con los convencionalismos y aúna ingredientes y formas de hacer llegados de muchas partes…”.
Abraham García se ha labrado paso a paso en sartenes, fuegos, ingenios como los del Quijote, sabiduría profunda de los ingredientes, la mezcla de los sabores y la gracia de la pluma y la broma consigo mismo y quienes le rodean; un hombre insuperable.
Fundó el Restaurante Viridiana hace 40 años. Apenas está próximo a seguir con las tareas del medio centenario envuelto en una calidad de comida insuperable, demandada por paladares como el de Pedro Almodóvar, a quien frecuentemente se le ve por el salón de Juan de Mena 14, a un lado de El Retiro.
El juicio de Víctor de la Serna no está nada alejado de la realidad. Fue Abraham, envuelto en sus crónicas de caballos y amor por la fusión de sabores asiáticos, europeos y mesoamericanos, con su foulard blanco o multicolor y su clásico sombrero Fedora, quien introdujo en las mesas madrileñas una buena parte de los principales ingredientes donde Puebla se muestra al mundo. El aguacate y el mole poblano, salpicados de chilpotle, las tortillas azules, acomodadas al jabalí, la presa ibérica, el arenque o el pan árabe envolviendo el pato o condimentando los trozos de atún de almadraba o los saltamontes, así como chapulines tostados son algunos de estos ejemplos.
Su ingenio, su creación, su capacidad de entender la fusión de sabores, su atentado, a veces, de introducir mezclas no concebidas, insospechadas, ha hecho de su cocina un referente entre los mejores paladares de Europa, tan solo alejados por las críticas de la Academia, ante quien no se ha doblegado, por suerte, nunca.
El aventurero se había convertido en su seguidor y admirador unos 20 años antes, precisamente cuando su Viridiana había cumplido 20 años. Surgió con él una admiración y apego a prueba de cualquiera de las ofertas gastronómicas de Madrid. Sin duda esa capacidad de “fusionar” los sabores de diferentes culturas, el empleo de utensilios originales de cada civilización, el toque con las vajillas a modo, las sartenes, las pajareras o pantallas de lámparas para cubrir las ensaladas y la compañía siempre grata de sus anécdotas, sus frases, su poesía, sus narraciones y su fuerte y aterciopelado carácter, habían terminado por dedicarle un bien logrado calificativo a su oferta en carta: ¡CHAPÓ!, con mayúsculas.
En 2005, La Esfera de los Libros le publicó “Abraham Boca”, un texto ideado para “comer, charlar y vivir”. En él, el aventurero Zalacaín había encontrado una cantidad de recetas y anécdotas recogidas en el chat del diario El Mundo, donde el cocinero daba respuesta cotidiana a las inquietudes de sus seguidores y comensales.
En una de sus páginas, Zalacaín había leído en aquel enero de 2005: “¿Cuántas palabras hacen falta para una despedida? ¿Cuántos pañuelos para decir adiós…?” Y, a continuación, voltearía a los ruedos: “Defenderé a capa y espada ese sobrio ascetismo respetuoso consigo mismo y con el toro. Bergamín lo dijo mejor: ‘Cuando se está toreando no se está engañando al toro, se le está desengañando’. Y ahora discúlpenme, que el burladero de Viridiana está echando humo”.
“Con alguna razón se me reprocha, no sin razón, que me sirvo de ingredientes ajenos o difíciles de encontrar para el ama de casa…”.
Y así es: Abraham se ha convertido en un importador de cientos de objetos, alimentos y vinos de todo el mundo para integrarlos en sus originales menús de temporada.
Admirador de Luis Buñuel, adoptó el nombre de la película “Viridiana” para bautizar su casa de comidas y de ahí los adornos en forma de cinta fílmica, eso, más el sombrero, son sus signos de identidad.
Por su cocina han pasado decenas de aprendices y profesionales, algunos se han ido a la cima, otros simplemente quedaron en el recuerdo y aprendieron a evolucionar la cocina, a entrar en la “fusión” profesional.
Estar en Madrid y no visitar Viridiana sería un sacrilegio. Sentarse a la mesa y ver desfilar en orden de desaparición 10, 14 o 18 platos, tapados, para causar sorpresa al comensal, acompañados de vinos interesantes de precio es toda una aventura.
Las ensaladas, las croquetas, el gazpacho, el cocido madrileño, las trufas, los huevos de corral con salsa de boletus, la carrillera, la presa ibérica, el guacamole, los arenques, etcétera, etcétera… Y, sin faltar de vez en cuando, las tortillas azules o rojas, “pues soy republicano”, según cuenta…
Muchas tardes de placer, de comida, de bebidas, de anécdotas y poesía al lado de Abraham García. Bien merecido homenaje por 40 años “ofreciendo una cocina ajena a la veleidosa veleta de la moda: sabrosa, rotunda y a contratiempo”, como él mismo la define.
Zalacaín recordó a Abraham pronunciado una de las poesías de Francisco de Quevedo, adoptada para definir su independencia de pensamiento. Quevedo la llamó “Epístola Satírica y Censoria contra las costumbres presentes de los castellanos” y fue escrita al Conde-Duque de Olivares:
“No he de callar, por más que con el dedo,
Ya tocando la boca, ya la frente,
Me representes o silencio o miedo”.