Tan sencillo como pulsar un botón hoy puedes tener tu ropa limpia en el cajón, pero antiguamente las mujeres tenían que buscar ríos y piedras donde tallar, para lavar. Pasaron de los ríos a los lavaderos públicos en donde se lavaba ropa de ricos y pobres, y se convirtieron en lugares de convivencia. Los más representativos de Puebla son los Lavaderos de Almoloya, ubicados en el Paseo de San Francisco, cuyo inmueble histórico hoy funge como bar de un hotel de lujo.
Estos lavaderos públicos recibieron ese nombre porque la propiedad en la que se encuentran era una zona de manantiales de agua dulce conocida como Almoloya. Ya funcionaban en el año 1806 y más adelante fueron sustituidos por unos nuevos.
Entre el agua y el jabón, las mujeres intercambiaban anécdotas e información de la vida cotidiana de la ciudad y sus habitantes. Lavaban ropa de la familia, del patrón o ajeno, que les quedaba “rechinando de limpia” porque se sabían los trucos para lavar cualquier tipo de tela y color. Las fórmulas pasaron de generación en generación porque se llevaban a sus hijas para aprender el oficio, y hasta a los hijos, porque no tenían donde dejarlos.
LAVABAN SIN DISTINCIÓN DE CLASES
“Vivíamos en la 14 oriente rumbo a ´los jarritos´, mi mamá y mis tías iban a lavar a los lavaderos y cuando no, iban a un río que bajaba por donde hoy está la ex hacienda”, dice María Esther Castillo Ramos.
Ella casi no iba porque se quedaba cuidando a su abuelito pero en una ocasión fue y le dio curiosidad que el agua que corría era muy limpia, cristalina. Se puso a espiar por donde se iba el agua, hasta que una señora le preguntó qué veía y le dijo: “es que no sé por dónde se va el agua sucia”, y ella le respondió: “hay un desagüe que se la lleva hacia el río San Francisco”.
Recuerda que su mamá se llevaba la ropa haciendo un bulto que se echaba en la espalda, junto con su cubeta y su jabón “Galgo”; se iba a las 10 de la mañana y terminaba a las 3 de la tarde, hora en que iban sus primos a ayudarle con la ropa mojada que pesaba mucho.
Dice que los lavaderos estaban siempre llenos, iba gente de las vecindades pero también muchas jóvenes que trabajaban en las casas de la gente rica del centro, “a veces iban 2 o 3 chicas a lavar porque llevaban su buen ´tambache´ de ropa”. Agrega que ahí uno se enteraba de todo lo que hacían los dueños de esas casas, desde las grandes fiestas y comilonas, hasta el maltrato de algunos a la servidumbre.
“En esas épocas (los 50) aún estaba el río San Francisco y las chicas se atravesaban por el puente o por el río, se podía porque había muchas piedras grandes enterradas y ya nada más uno iba pisando la que estuviera dura para poder seguir caminando”, señala.
“Un día mi mamá se llevó a mi hermano y estando ahí empezaron a oír unas carcajadas penetrantes, las mujeres le gritaron a la señora que cuidaba y cuando fue a ver le señalaron el lugar y ella dijo que ahí se había aparecido el diablo, era el último lavadero, hacia atrás. Por eso había personas que ya no querían ir”, añade.
LA FALTA DE AGUA LA OBLIGÓ A IR
Irma Martínez Meléndez vivía en El Alto, en la 10 oriente 1405. Tenía 19 años cuando iba a los lavaderos, le gustaba ir temprano porque dice que más tarde espantaban, aunque ella nunca vio nada, las mujeres que se quedaban le platicaban que les “lloraba el muerto”.
“Salía de la casa a las 6:30 para que cuando llegara ya hubiera gente. Cada quien elegía su lavadero, yo buscaba los más lisos y que estuvieran derechitos para poder taller bien. Llevaba la ropa en costales junto con una tinita con mi tapón para el lavadero, un trapo para hincarme y el “Ochoa”, un jabón de puro sebo que fabricaba esa familia. Me gustaba elegir los de enfrente porque ahí caía mucha agua”, expone.
Iba cada tercer día porque además de ropa, había que lavar sábanas, cortinas y lo que saliera, por eso a veces prefería ir diario, para que no le pesara el costal. Agarraba dos o tres lavaderos: uno para tallar, otros para echar lo blanco con cloro y otro para que se fuera escurriendo la ropa. Terminaba al medio día y su hermano iba por ella con un carrito para echar ropa mojada, pero cuando no, se echaba el costal en la espalda para regresar a su casa.
Irma dice que estuvo yendo dos años a los lavaderos (74-75) porque les quitaron el agua a los barrios de La Luz, Analco, El Alto y La Cruz, y no tenían ni para bañarse ni para lavar trastes, “así estuvimos dos años hasta que la señora Amelia Manis le dio 150 pesos de entonces a un señor de SOAPAP que se llamaba Agustín Flores, entonces nos empezaron a echar agua pero nos teníamos que parar a las 4 de la mañana a apartarla”, señala.
Recuerda que los Lavaderos de Almoloya eran un lugar seguro donde los niños se andaban correteando y cuando daban lata la señora que cuidaba los controlaba, dice que ella vivía ahí, en la parte donde ahora hay una reja que era también donde se colgaba la ropa.
“Cuando ella abría los lavaderos siempre estaban limpios los pasillos y los medios baños que había por si a alguien ´le andaba´. No cobraba ni un centavo”, asegura.
UNA VIDA ENTRE LAVADEROS
La señora Luz María Campos, tuvo su vivienda al interior de los Lavaderos de Almoloya, los vigiló durante 50 años, hasta que cerraron definitivamente sus puertas. Así se lee en la revista del centro histórico de la ciudad de Puebla: Cuetlaxcoapan (Año 2, Núm 6, 2016) donde dice que el uso como lavaderos públicos de este inmueble finalizó en 1994.
Campos explica en la entrevista que llegó ahí con su padre porque él trabajaba en el ayuntamiento y un funcionario le dijo que, por la confianza que le tenía, quería que se fuera a vivir a los lavaderos donde harían una casita. Así llegaron ahí en 1949.
Asegura que quedó pobre por estar ahí cuidando sin ninguna remuneración, además tenía que tener escobas, botes para la basura y comprar focos porque se cerraba tarde. Un tiempo le pagaron lo equivalente a lo que ganaba un peón, pero un ingeniero Uriarte, dijo que ya no le pagarían porque tenía casa y lo necesario.
Relata que había disponibles 96 lavaderos que siempre se llenaban, se abría a las 6 de la mañana y se cerraba a las 7, pero muchas mujeres necesitadas le rogaban para que cerrará más tarde y así lo hacía. Dice que unas señoras se estaban hasta la noche y les llevaban desayuno, comida y cena. Otras llegaban en camionetas desde San Baltazar u otros lugares.
“Tuve a todos mis hijos en mi casa de los Lavaderos de Almoloya, pues antes no había tanto hospital, había una señora que era partera y se llamaba Carmelita y vivía en donde ahora viven los mariachis (…) entonces la 14 oriente era bien tranquila (…) ahora solo quedan los recuerdos del billar, la tortería y la casa de la 10 norte 1400 que es donde están los lavaderos”, sentenció.