En los años cincuenta y sesenta, el amor romántico y el cuidado mutuo era el modelo dominante, así florecía la vida de los novios y, de hombres y mujeres que elegían casarse por amor.
Las plazas públicas y las iglesias eran punto de encuentro para los enamorados. Los bailes, las fiestas y tertulias familiares, eran la ocasión para conocerse o convivir con el novio al ritmo de las grandes orquestas y del romanticismo de los tríos.
Sonrisas, suspiros e intercambio de miradas denotaban atracción o eran síntoma del proceso de enamoramiento en el que, el recato y el pudor, daban a las jóvenes la pauta del comportamiento social deseable. Presas del flechazo de Cupido ¿cómo debían interpretar el juego cariñoso o qué era lo permisible para las mujeres enamoradas?
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“Fue una época muy romántica y bonita en la que los muchachos eran muy educados y respetuosos. Yo era la menor y mi hermana hacía fiestas en la casa a las que iban los amigos de su novio que a la vez invitaban más amigos, y así nos conocíamos”, asegura Margarita Cortés Caballero.
Dice que en esa época los papás eran muy estrictos y los novios no podían entrar a la casa, pero en su caso, su papá prefería que estuvieran en la sala supervisados por una persona adulta; y si en alguna ocasión les daba permiso de salir a algún lado, como al café París de Reforma, siempre era con ´chaperón´.
“El paseo dominical en los portales era una costumbre, si no tenías novio te saludabas de lejos, ¡adiós!, ¡adiós!, después íbamos al cine Puebla, pero nunca solas, siempre había una persona de respeto con nosotras”, advierte.
EL CORTEJO EN EL ROMANCE
“El hombre era el que tenía que iniciar el proceso del cortejo que se dividía en etapas: primero tenía que hacerse amigo de la chica para conocerla; luego hacerse su pretendiente, si ella aceptaba; y por último, declararse, decirle que deseaba tener una relación de noviazgo con ella”, asegura José Antonio Terán Bonilla, historiador e investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Refiere que para cortejar a una chica, el adolescente tenía que cuidar su imagen y vestir con pulcritud, siempre bien peinado y elegante en su presencia, aunque no fuera de traje había que usar el mejor pantalón y el mejor suéter.
Los hombres rondaban la casa de la chica para tratar de verla y saber a qué hora salía a hacer mandados, como ir a comprar el pan. Entonces le preguntaban si la podían acompañar y si ella aceptaba, al caminar se le daba la acera y el joven iba en la orilla, explica Terán, quien agrega que al atravesar la calle se le tomaba del brazo para conducirla y si ya eran novios se podían tomar de la mano, pero de ninguna manera abrazarla.
“Los jóvenes éramos educados con valores morales, religiosos y cívicos. Por eso las chicas se daban su lugar y nosotros cuidamos la forma en la que les hablábamos y las tratábamos, con mucho respeto siempre”, enfatiza.
Una vez que la chica era conquistada y su pretendiente le declaraba su amor, el noviazgo tenía que contar con el permiso familiar para poder llevar a la novia a pasear, acompañarla a misa o ir al cine, y después regresar a su casa y dejarla en la puerta.
El comportamiento público de los novios debía ser recatado y las oportunidades de estar solos eran muy pocas: si faltaba la custodia del celoso padre, era reemplazado por la de algún hermano mayor. Era permitido unos minutos en la puerta de casa al despedirse, quizá una de las pocas oportunidades de algún beso furtivo.
¿CÓMO SE ECHABA NOVIO?
Terán Bonilla refiere que cuando uno decía “voy a echar novio” se refería a que saldría con la novia o iría a pasear a algún jardín o parque público para buscarse una. Se hacía por las tardes, en sábado o domingo y se podía ir al Paseo Bravo, al jardín del Carmen, al Paseo de San Francisco y al jardín de San José, en la 2 norte entre la 18 y 20 oriente.
“Ahí se sentaba uno en una banca a conversar de lo cotidiano y si se contaba con dinero, se le compraba una rosa a la novia que se le obsequiaba con cortesía y ella los recibía con mucha alegría, porque existía el romanticismo”, detalla.
Señala que cuando había más confianza entre los novios, la podías invitar a una cafetería para tomar un refresco o un helado flotante, típico de la época. La más famosa era Helados La Rosa en la 7 poniente y la 3 sur, donde se podía tomar un helado o comprarlo en barquillo para llevar.
Los Colorines estaba en la 3 sur, entre 5 y 7 poniente, contaba con dos espacio, en uno hacías tu pedido para recogerlo en la barra; el otro estaba al fondo y se llamaba “salón de los corazones rojos” porque había una luz roja tenue para tener cierta intimidad, ahí las parejas se tomaban de la mano y, si la novia lo permitía, se besaban.
En el edificio San José (frente al jardín) estaba Helados Gilda, recuerda el entrevistado, quien dice que la gente iba porque había una rocola en la que se podían escuchar las melodías en boga: “el amor es una cosa esplendorosa”, “sobre el arcoíris”, “luces en el puerto”, “tres monedas en la fuente, “aquellos ojos verdes” o boleros como “bésame mucho”.
“Si el novio ya trabajaba y tenía algo más de dinero invitaba a su novia a los Nevados Hermilo, en 2 oriente y 4 norte, había de muchos sabores y se podían acompañar con unos taquitos de sesos o una torta de pepián(así se dice), que nada más de acordarme se me hace agua la boca”, detalla.
Terán comenta que, eventualmente, se podía invitar a la novia a cenar algo más de lujo al famoso restaurante Rococó que estaba en el quinto piso del edificio Alles, donde había muy buena música ambiental.
LA MÚSICA DEL AMOR
El éxito de los tríos estaba muy vigente en los 50 y los 60, fue la música con la que se enamoraron nuestros padres y abuelos. De hecho, el romanticismo latino de todos los tiempos se resume en “el bolero” que es la música del amor, una aportación de México para el mundo.
“Para llevar serenata se contrataba un trío en Los Sapos o en el jardín de la 3 sur, entre la 11 y la 13 poniente. No era muy tarde porque los papás eran muy estrictos, empezaban a las 9 de la noche para terminar a las 10. El novio siempre iba acompañado con amigos para amenizar porque era casi como una fiesta pero en la calle. La novia salía a dar las gracias por el balcón o a veces solo hacía señas de agradecimiento por la ventana”, expone.
Algunas de las canciones que se escuchaban eran “Gema”, “la barca”, “el reloj”, “sabor a mí”, “delirio”, “la gloria eres tú”, “contigo” y “sin ti”, de tríos como Los Dandys, Los Tres Caballeros, Los Tres Ases y Los Panchos.
“En las serenatas se palpaba gran romanticismo y se mostraba el amor que se le tenía a la novia, a la que se le cuidaba muchísimo, hasta de otros pretendientes. Era realmente cariño, jamás se pensaba en tocarla y menos tener sexo con ella”, enfatiza.
Terán agrega que también en los grandes bailes de la época se podían conocer los jóvenes para después iniciar un noviazgo. Participaban orquestas como Los Violines de Villafontana de Pedro Gómez o la de Pablo Beltrán Ruiz, quien hizo famosa la canción de su autoría “quien será la que me quiera a mí”, que era un cha cha cha; algunas orquestas interpretaban melodías de Bert Kaempfert, Ray Coniff, The Platters, The Beatles, Elvis Presley y Paul Anka, autor de la canción “a mí manera”, quien la escribió para Frank Sinatra.
También se escuchaba a Los Cinco Latinos y los Teen Tops, que llegaron a Puebla cuando el vocalista era Enrique Guzmán y cantaba “la plaga” y “el rock de la cárcel”, y César Costa con su canción “Dyana”.
Relata que los fines de semana se organizaban fiestas en casa particulares, como las que hacía él en casa de sus papás. Se iban rotando entre compañeros para que a cada uno le tocara un fin de semana; para bailar se tocaba música en tocadiscos para LP de 33 revoluciones o discos de 45 revoluciones. Comenzaban a las 7 de la noche y concluían a las 12 de la noche cuando los papás apagaban el aparato, la luz y les daban las buenas noches.
“Esa época pasará a la historia como una época de amor y de romanticismo en los noviazgos que no volverá, pero recordar es volver a vivir”, concluye.