/ martes 21 de diciembre de 2021

Leyendas de Puebla: Fernando de Urdanivia y los muertos vivientes del Panteón del Carmen

Este portentoso hombre de sociedad fue sospechoso de profanar sepulcros en este cementerio y así le fue

A finales del siglo XIX, don Fernando de Urdanivia y Peñafiel, era un destacado hombre de la sociedad poblana que comerciaba alhajas y objetos de gran valor. Era conocido por su caridad y sus buenas acciones, tanto, que se le conocía como el “benefactor de los amigos”, porque no había quien se acercara a él y no encontrara apoyo, por lo que además, la gente lo quería bien.

Una costumbre “sagrada” de aquella época era la de enterrar a los difuntos con sus bienes más preciados; si se trataba de un niño se le enterraba con su juguete o peluche favorito, en el caso de una dama, con sus sortijas y alhajas más preciadas y si se trataba de un varón, siempre era su última voluntad, el ser vestido con sus mejores galas, con sus alhajas y relojes favoritos.

Cuenta la leyenda que, entre la sociedad poblana, empezó a circular el rumor de que las tumbas del Panteón del Carmen eran profanadas, pero la autoridad eclesiástica lo desmentía y a toda costa, trataba de que el rumor no creciera porque les afectaba económicamente el que los deudos eligieran otro camposanto para enterrar a sus muertos y evitar así que sus tumbas fueran profanadas y saqueadas.

El tema era la comidilla entre los poblanos porque diariamente había sepelios y diariamente se hablaba del saqueo de los entierros del día anterior. Entonces los frailes carmelitas solicitaron la intervención de las autoridades para detener las profanaciones y encarcelar a los culpables.

EL PRINCIPAL SOSPECHOSO

El foco principal de las pesquisas fueron dos sepulcros que llamaron la atención de la autoridad. Uno fue el del padre Moreno Rodríguez quien era párroco de la iglesia de San Miguel. Fue sepultado con una ostentoso torzal Musulmán de oro de 18 quilates y una cruz de marfil con incrustaciones de brillantes y rubíes, exquisita pieza de orfebrería que podría envidiar hasta el más alto jerarca de la iglesia.

El otro sepulcro fue el de doña Ximena Macip y Corcuera, que fue enterrada con su anillo favorito: un enorme diamante de talla perfecta, engarzado por una de las casas más famosas, era un corte esmeralda de 3.5 quilates, soberbio, diría cualquier joyero.

Empezaron las pesquisas, un criado de don Fernando aseguró haber visto la cruz de marfil del párroco entre las cosas de su patrón y, aunque esta fue encontrada, no hubo forma de demostrar que se trataba de la misma cruz del párroco. Por otra parte, del anillo de doña Agustina, ni rastro alguno.

Don Fernando era el principal sospechoso, se sintió acorralado y pensó en huir, no sin antes planear su último golpe.

UN EMBRUJO DE MUJER

Lo que había pasado es que a don Fernando le gustaba frecuentar bares de los barrios bajos de la ciudad y dos años atrás, en el barrio de San Antonio, había conocido a una mulata de formas increíbles. La mujer parecía que había sido moldeada por el mejor escultor de la época de oro del renacimiento italiano, tenía una cara angelical y una dulce sonrisa con la que dejaba ver sus perfectos dientes color blanco.

Desde luego que don Fernando sucumbió ante tal belleza, así que lo que la dama pedía y exigía le era concedido, y en esos dos años el hombre fue cavando su tumba al causar su quiebra económica.

CON TODO A SU FAVOR

En esos días falleció doña Agustina del Haro y Tamariz, una dama adinerada de la sociedad poblana cuya última voluntad había sido ser enterrada en el Panteón del Carmen, por ser devota Carmelita, y antes de morir había seleccionado las galas con las que haría sus último viaje y las alhajas que portaría.

Con todo a su favor, don Fernando sabía que era la oportunidad que estaba esperando y se preparó para ir a profanar la sepultura durante la noche y así obtener el jugoso botín con el que huiría. Lo que él ignoraba, era que las autoridades civiles y eclesiásticas preparaban una emboscada de grandes dimensiones.

El alguacil mayor había acudido a la celada preparada y al caer la noche, el mismo repartió los lugares dispuestos de forma estratégica, cerca de la sepultura de doña Agustina, sin poder ser vistos fácilmente.

A las doce de la noche, cuando sonó la última campanada que anunciaba el fin del día, auxiliado por la oscuridad y sigiloso entre las tumbas, don Fernando llegó hasta el lugar en donde se encontraba una lápida temporal con el epitafio de doña Agustina; cautelosamente deslizó las lajas para no hacer ruido alguno, y al descubrir el féretro su sorpresa y alegría fueron mayores.

¡MALDITO PEÑAFIEL!

Doña Agustina del Haro y Tamariz había sido enterrada con un hermoso guardapelo antiguo de oro, muy grande y con escenas bíblicas, también una gruesa pulsera hecha con monedas de oro, un collar de madre perla con una cadena que aún en la oscuridad brillaba soberbiamente, y como premio final, un codiciado anillo de diamantes con un zafiro de más de 5 quilates.

El hombre se dispuso a cortar el dedo de doña Agustina y al tomarlo con una mano escuchó: ¡Nooo!, un grito que recorrió todo el panteón en la oscuridad, don Fernando comenzó a sudar frío, miró a su alrededor y al no ver nada, pensó que el grito había venido de lejos, de muy lejos del panteón.

¡Tonterías! pensó, recupero la calma y volvió a poner manos a la obra.... ¡Te dije que no! ¿Qué?, preguntó don Fernando, en ese momento el cadáver cobró vida y lo tomo del cuello: ¡maldito, maldito!, decía la muerta, ¡no te llevarás lo mío!

Sacando fuerzas de lo inimaginable, don Fernando logró zafarse de la mano de doña Agustina, se incorporó y aterrado quiso correr para salir del cementerio, ¡maldito!, le gritaban, dio dos pasos, y al voltear se vio rodeado por cadáveres en estado de putrefacción, unos más, otros menos, eran exactamente los muertos a los que había saqueado, ¡maldito Peñafiel! gritaban todos, ¡maldito Peñafiel!, ¡perdónenme! dijo Peñafiel, por el amor de Dios, ¡perdónenme!

A LA MAÑANA SIGUIENTE…

Sin que durante la noche hubieran visto u oído nada, todos los que en vano habían esperado al profanador, se encontraron con una dantesca escena: muchos cadáveres afuera de sus tumbas y cerca de la Iglesia, don Fernando, en el piso con el rictus del horror en la cara, junto a él, en el suelo, su maletín con todas las herramientas que utilizaba en sus saqueos profanos.

Al quedar completamente desacreditado, el Panteón del Carmen fue cerrado y clausurado, en su lugar se edificaron casas y se construyó un parque que hoy es conocido como el Jardín del Carmen.

Leyenda contenida en el libro “Otras Casas y Lugares Malditos de Puebla”, de Orestes Magaña.

Relato: Fernando Mario Salazar Aranda, fundador de la página de Facebook “Lo que quieres saber de Puebla”

Adaptación: Erika Reyes

A finales del siglo XIX, don Fernando de Urdanivia y Peñafiel, era un destacado hombre de la sociedad poblana que comerciaba alhajas y objetos de gran valor. Era conocido por su caridad y sus buenas acciones, tanto, que se le conocía como el “benefactor de los amigos”, porque no había quien se acercara a él y no encontrara apoyo, por lo que además, la gente lo quería bien.

Una costumbre “sagrada” de aquella época era la de enterrar a los difuntos con sus bienes más preciados; si se trataba de un niño se le enterraba con su juguete o peluche favorito, en el caso de una dama, con sus sortijas y alhajas más preciadas y si se trataba de un varón, siempre era su última voluntad, el ser vestido con sus mejores galas, con sus alhajas y relojes favoritos.

Cuenta la leyenda que, entre la sociedad poblana, empezó a circular el rumor de que las tumbas del Panteón del Carmen eran profanadas, pero la autoridad eclesiástica lo desmentía y a toda costa, trataba de que el rumor no creciera porque les afectaba económicamente el que los deudos eligieran otro camposanto para enterrar a sus muertos y evitar así que sus tumbas fueran profanadas y saqueadas.

El tema era la comidilla entre los poblanos porque diariamente había sepelios y diariamente se hablaba del saqueo de los entierros del día anterior. Entonces los frailes carmelitas solicitaron la intervención de las autoridades para detener las profanaciones y encarcelar a los culpables.

EL PRINCIPAL SOSPECHOSO

El foco principal de las pesquisas fueron dos sepulcros que llamaron la atención de la autoridad. Uno fue el del padre Moreno Rodríguez quien era párroco de la iglesia de San Miguel. Fue sepultado con una ostentoso torzal Musulmán de oro de 18 quilates y una cruz de marfil con incrustaciones de brillantes y rubíes, exquisita pieza de orfebrería que podría envidiar hasta el más alto jerarca de la iglesia.

El otro sepulcro fue el de doña Ximena Macip y Corcuera, que fue enterrada con su anillo favorito: un enorme diamante de talla perfecta, engarzado por una de las casas más famosas, era un corte esmeralda de 3.5 quilates, soberbio, diría cualquier joyero.

Empezaron las pesquisas, un criado de don Fernando aseguró haber visto la cruz de marfil del párroco entre las cosas de su patrón y, aunque esta fue encontrada, no hubo forma de demostrar que se trataba de la misma cruz del párroco. Por otra parte, del anillo de doña Agustina, ni rastro alguno.

Don Fernando era el principal sospechoso, se sintió acorralado y pensó en huir, no sin antes planear su último golpe.

UN EMBRUJO DE MUJER

Lo que había pasado es que a don Fernando le gustaba frecuentar bares de los barrios bajos de la ciudad y dos años atrás, en el barrio de San Antonio, había conocido a una mulata de formas increíbles. La mujer parecía que había sido moldeada por el mejor escultor de la época de oro del renacimiento italiano, tenía una cara angelical y una dulce sonrisa con la que dejaba ver sus perfectos dientes color blanco.

Desde luego que don Fernando sucumbió ante tal belleza, así que lo que la dama pedía y exigía le era concedido, y en esos dos años el hombre fue cavando su tumba al causar su quiebra económica.

CON TODO A SU FAVOR

En esos días falleció doña Agustina del Haro y Tamariz, una dama adinerada de la sociedad poblana cuya última voluntad había sido ser enterrada en el Panteón del Carmen, por ser devota Carmelita, y antes de morir había seleccionado las galas con las que haría sus último viaje y las alhajas que portaría.

Con todo a su favor, don Fernando sabía que era la oportunidad que estaba esperando y se preparó para ir a profanar la sepultura durante la noche y así obtener el jugoso botín con el que huiría. Lo que él ignoraba, era que las autoridades civiles y eclesiásticas preparaban una emboscada de grandes dimensiones.

El alguacil mayor había acudido a la celada preparada y al caer la noche, el mismo repartió los lugares dispuestos de forma estratégica, cerca de la sepultura de doña Agustina, sin poder ser vistos fácilmente.

A las doce de la noche, cuando sonó la última campanada que anunciaba el fin del día, auxiliado por la oscuridad y sigiloso entre las tumbas, don Fernando llegó hasta el lugar en donde se encontraba una lápida temporal con el epitafio de doña Agustina; cautelosamente deslizó las lajas para no hacer ruido alguno, y al descubrir el féretro su sorpresa y alegría fueron mayores.

¡MALDITO PEÑAFIEL!

Doña Agustina del Haro y Tamariz había sido enterrada con un hermoso guardapelo antiguo de oro, muy grande y con escenas bíblicas, también una gruesa pulsera hecha con monedas de oro, un collar de madre perla con una cadena que aún en la oscuridad brillaba soberbiamente, y como premio final, un codiciado anillo de diamantes con un zafiro de más de 5 quilates.

El hombre se dispuso a cortar el dedo de doña Agustina y al tomarlo con una mano escuchó: ¡Nooo!, un grito que recorrió todo el panteón en la oscuridad, don Fernando comenzó a sudar frío, miró a su alrededor y al no ver nada, pensó que el grito había venido de lejos, de muy lejos del panteón.

¡Tonterías! pensó, recupero la calma y volvió a poner manos a la obra.... ¡Te dije que no! ¿Qué?, preguntó don Fernando, en ese momento el cadáver cobró vida y lo tomo del cuello: ¡maldito, maldito!, decía la muerta, ¡no te llevarás lo mío!

Sacando fuerzas de lo inimaginable, don Fernando logró zafarse de la mano de doña Agustina, se incorporó y aterrado quiso correr para salir del cementerio, ¡maldito!, le gritaban, dio dos pasos, y al voltear se vio rodeado por cadáveres en estado de putrefacción, unos más, otros menos, eran exactamente los muertos a los que había saqueado, ¡maldito Peñafiel! gritaban todos, ¡maldito Peñafiel!, ¡perdónenme! dijo Peñafiel, por el amor de Dios, ¡perdónenme!

A LA MAÑANA SIGUIENTE…

Sin que durante la noche hubieran visto u oído nada, todos los que en vano habían esperado al profanador, se encontraron con una dantesca escena: muchos cadáveres afuera de sus tumbas y cerca de la Iglesia, don Fernando, en el piso con el rictus del horror en la cara, junto a él, en el suelo, su maletín con todas las herramientas que utilizaba en sus saqueos profanos.

Al quedar completamente desacreditado, el Panteón del Carmen fue cerrado y clausurado, en su lugar se edificaron casas y se construyó un parque que hoy es conocido como el Jardín del Carmen.

Leyenda contenida en el libro “Otras Casas y Lugares Malditos de Puebla”, de Orestes Magaña.

Relato: Fernando Mario Salazar Aranda, fundador de la página de Facebook “Lo que quieres saber de Puebla”

Adaptación: Erika Reyes

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