Cuando leemos y no podemos quitar las pupilas de las páginas de un libro, ¿qué es lo que nos mantiene ahí? ¿Qué placer hay en todo ello?, ¿es el mismo placer que experimenta quien escribe? Esas preguntas se hizo el crítico literario francés Roland Barthes (1915-1980), quien en 1973 escribió varias de sus ideas más célebres sobre el fenómeno literario, las cuales pueden ser leídas en el libro “El placer del texto y Lección inaugural”, publicado por la editorial Siglo XXI.
En las primeras páginas del libro, Barthes menciona que cuando alguien escribe y siente placer por lo que hace, no necesariamente significa que provocará placer en sus lectores, por lo que los escritores deben realizar un acto de seducción a través del lenguaje.
“El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su “Kama Sutra” (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma”.
¿Pero dónde exactamente se origina ese placer? Barthes menciona que en “las rupturas” ya sea en formas novedosas de escribir o contar historias, que más que destruir, abren fisuras que los lectores perciben como algo interesante y próximo a descubrir.
“¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay ‘zonas erógenas’ (expresión por otra parte bastante inoportuna); es la intermitencia, como bien ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica”, ahonda el también lingüista y filósofo, considerado padre del Estructuralismo.
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Después, Barthes llega a la conclusión de que existen dos grados de lectura, aquella que nos provoca un placer sensorial y la otra que él llama “goce por la lectura”, que desafía al lector a buscar más de un texto, como puede ser su autor, el contexto que lo rodea, la forma en que está escrito.
Aunque la lectura es un acto que suele asociarse con un gusto por leer historias, Barthes nos lanza una invitación a desnudar los textos que caen nuestras manos, conocer sus pliegues y curvas, saber sus lunares y cicatrices. En otras palabras, ver que hay lecturas más profundas, como las conversaciones con que se pueden llegar a tener debajo de las sábanas.