Hola queridos lectores, como cada sábado les agradezco el favor de abrirme las puertas de sus hogares y, como es mi compromiso con ustedes, siempre estoy al pendiente, actualizándome en la historia de Puebla. Y qué mejor libro de texto, que los artículos de quienes escribieron la historia diaria de nuestra ciudad, compilada en la hemeroteca de esta casa editorial.
En esta ocasión les voy a compartir una historia trágica en la cual, aparte de lo que representa la nota, lo más sorprendente fue el sitio donde sucedió: la catedral angelopolitana. Comencemos esta historia: corría el año del señor de 1947, en el mes de agosto, el día 26 sucedió una tragedia totalmente de corte novelesca y al más puro estilo de Shakespeare.
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Seguramente, querido lector, al caminar por el interior de esta enorme y bella iglesia habrás notado en algún momento de tu vida una enorme escalera montada en un bastidor; esta escalinata mide doce metros de alto y tiene 24 escalones y es utilizada para realizar la limpieza de los canceles, los altares y toda la candilería de la Catedral.
Pues esta permanece en el interior de la Catedral desde la década de los años veinte, tiempo en que se instaló en esta basílica la primera red eléctrica de iluminación y para su mantenimiento era necesaria una escalera de gran altura y permanece ahí todavía hasta nuestros días.
Tú te preguntaras por qué, a pesar de haber cumplido ya cien años, esa enorme escalera no se ha destruido por la acción del tiempo. Pues muy sencillo: está elaborada en madera de cedro, la cual tiene la característica de que nunca se apolilla, por eso es que ha resistido impecablemente el paso de los años.
Pero bueno, ¿y a qué se debe que estoy mencionando esto?, pues, te platico. En esa fecha que cité anteriormente, el 26 de agosto de 1947, el trabajador del cine Reforma José de la Torre, en un momento de depresión y en un arrebato de desesperación, sube los 24 peldaños de esta escalera y se arroja al vacío, entregando a Dios su existencia de esta manera tan violenta.
Esto sucedió alrededor de las cuatro de la tarde y el sacristán, Manuel Martínez, fue quien descubrió la trágica escena y fue el único testigo de los hechos. Gran conmoción causó entre la sociedad poblana esta tragedia, pues nunca en la historia del templo se había presentado una situación de esta naturaleza.
Por varios días la noticia permaneció en boca de la sociedad, hasta que pasó al olvido. Del pobre muchacho solo se supo que sus restos fueron sepultados en el más absoluto anonimato, ignorándose los verdaderos motivos que lo orillaron a tomar tan fatal decisión.
¿Qué sería lo que pasó por la mente de este pobre hombre?, solo Dios lo sabrá.
Soy Jorge Eduardo Zamora Martínez, el Barón Rojo. Nos leemos el próximo sábado.
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