Para familias como las de doña Galdina Clara Jiménez y Guillermina Bravo Hernández el derrumbe de sus casas fue solo el principio de la crisis, pues ambas han sufrido desde entonces enfermedades producidas por el estrés y el trauma, principalmente entre quienes más quieren: sus hijos y nietos.
Vivir en una improvisada casa de láminas, en un terreno enmontado, expuestos lo mismo al intenso calor que al frío extremo y sin servicio alguno parece ser la razón por la que Emily, la pequeña nieta de siete años de doña Galdina, ha sufrido caída de cabello y manifestado una actitud agresiva y molesta.
“Nos dijeron que tiene alopecia areata, nos dijeron que por estrés, porque ya le hicieron estudios de todo y no tiene nada, está bien… yo creo que ella se impactó mucho cuando vio la casa, hasta bajó de peso, ahora come menos, ahora está muy enojona y ella no era así, era una niña muy obediente, muy cariñosa, ahora contesta mal”, detalla su mamá y nuera de doña Galbina, Gloria Tapia.
También Alex, como llaman cariñosamente a Alejandro, el otro pequeño de la casa, hermano de Emily, de 2 años de edad, ha padecido este suceso, pues recuerda que se despertaba llorando todas las madrugadas: “una vez lo fuimos a encontrar a la 1 de la mañana en la calle, porque salió corriendo”, completa su madre.
Y, por si fuera poco, la cabeza de esta familia, doña Galdina, también se enfermó: la insalubridad de su refugio y las altas temperaturas en las que consumía alimentos le produjeron una infección renal de la que hasta la fecha no sana totalmente.
Algo similar han pasado Guillermina Bravo y su familia entera, pues poco después de un mes de perder su casa con el sismo y de mudarse a la casa que un conocido amablemente les prestó, a su esposo, Omar Germán, le fue diagnosticado un tumor cerebral y días más tarde su hija mayor, de 18 años de edad, se desvaneció en la escuela.
“Me dijeron que la habían revivido, que le tuvieron que suministrar tres medicamentos porque ya estaba morada, ya no podía respirar y aunque le hicieron estudios salió de todo bien, me dijeron que era por la presión”, continuó.
Y ella también ha padecido lo suyo, quien es la principal proveedora de la casa, mientras su esposo, que se dedicaba a la albañilería, está recuperándose de una cirugía en la que le extirparon el tumor, ha padecido el estrés con una dislocación de quijada.
Por si fuera poco ambas madres de familia cargan sobre sus hombros deudas y traumas, pues han solicitado créditos para reconstruir, adaptándose a los muebles que rescataron de entre los escombros o reuniendo un poco de dinero para comprar otros, aunque no sean nuevos, y, sobre todo, viven todos los días con el miedo de volver a sentir una sacudida como la de aquel día.
Especialmente la señora Guillermina, quien a no más de 20 centímetros de distancia tiene una casa severamente dañada, con cuarteaduras que la ponen al borde del colapso, pero que su dueña, una enfermera de la localidad, se niega a demoler.