El pasado 14 de agosto se conmemoraron los cien años del terrible incendio en la parroquia de La Asunción, que despertó a los amozoquences aquel jueves de 1924, causando alarma y pánico, previo a la celebración de la santa patrona de Amozoc.
El atrio de la parroquia de Amozoc estaba elaborado de madera, mucha de ella ya apolillada por los años. Los adornos que la revestían eran de oro y generaban una constante sensación de belleza que se podía percibir al entrar.
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De acuerdo con la narración del cura Daniel Vara Ramírez, todo transcurría en paz desde el primero de agosto, cuando comenzaron el quincenario con misas cantadas y rosarios que correspondían a cada barrio, cuyos habitantes llegaban en peregrinación con su estandarte a rendir honores a la patrona de Amozoc.
Como era costumbre, el 14 de agosto de ese año, una festiva banda de viento acompañaba a los mayordomos en la repartición de convites para anunciar la víspera del gran día.
“Mi abuelo me contaba que la feria de Amozoc era muy emocionante. Se esperaba con ansias porque ese día su papá le daba 20 centavos para comprar un pirulí y unos borrachitos. Todo el año ayudaban a su papá en el taller, y esa era su recompensa”, asegura Mari Carmen.
Toda esta festividad de los convites terminaba con un estruendo de más de una hora de cohetes que se lanzaban en todos los templos e iluminaban el cielo de Amozoc.
Eran las 11:10 de la noche cuando una luz naranja y roja se divisaba en el horizonte desde el barrio de Santo Ángel, y las campanas comenzaron a repicar en toque de alarma. Tras una noche de fiesta, los amozoquences dormían profundamente, por lo que los mayordomos corrieron por las calles tocando las puertas para despertarlos y que salieran a ayudar, pues la parroquia comenzaba a arder.
Con un grito desesperado de “¡Auxilio, la parroquia arde!”, los pobladores acudieron al llamado. Con rostros adormilados y llenos de lágrimas, se aventuraron a intentar rescatar las imágenes.
“Mi papá me cuenta que muchos se adentraban y salían desmayados, algunos con los pies quemados por el oro derretido. Muchos no tuvieron tiempo de ponerse calzado y, aún así, se lanzaron a rescatar lo poco que se podía”, relata Juan Manuel Velázquez.
Los habitantes, exhaustos y muchos desvanecidos por la asfixia provocada por el humo, lograron rescatar el sagrario, una caja fuerte de una tonelada de peso, que, gracias al cura y a los valientes, pudieron llevar a la casa cural.
Fue una noche triste para los amozoquences; muchos no podían concebir lo que había sucedido. Se atribuía a que el ciprés había sido alcanzado por la pirotecnia o que algún cirio se había consumido, provocando que la madera ardiera rápidamente.
“Mi abuelo me dijo que fue la noche y la mañana más tristes de su vida. Cuando llegó a casa con su mamá, su papá estaba sentado frente a la parroquia con un pantalón roto y casi quemado. Tenía el rostro tiznado, triste y desolado, acompañado de lágrimas de impotencia. Mi abuelo decía que su papá solo lloró dos veces: cuando murió su madre y cuando se quemó la patrona del pueblo”, mencionó Mari Carmen.
A cien años de este trágico suceso, los amozoquences recuerdan con tristeza aquel día, mientras celebran su feria patronal con la festividad del mole poblano, esperando que más de 10 mil personas degusten este platillo tradicional de la región.
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Además, el 13 de agosto se llevó a cabo una de las tradiciones de purificación más hermosas: a los pies de la Virgen de la Asunción se encuentran las manzanas benditas, que los pobladores toman con fe para purificar y sanar su alma.