No todos los muertos son visitados en sus tumbas. A partir de almenos la cuarta generación, el recuerdo de muchos poblanos sepierde entre la burocracia de panteones, la lejanía del sepulcro yla falta de apego de sus descendientes.
Los panteones del municipio de Puebla se llenan cada año deoraciones, flores de cempasúchil y canciones de Juan Gabriel. Latradición de honrar a los familiares ya fallecidos no es, sinembargo, infinita. Muchas sepulturas, especialmente aquellasselladas con las fechas más lejanas, no son agasajadas desde hacedécadas.
“Es una pena”, dice María Esther Saavedra, mientras miracon tristeza un sepulcro dañado por el tiempo y la falta decuidados. Este abandono contrasta con el brillo que desprende latumba en la que yacen sus padres.
Desde que murió su progenitor hace ya más de un lustro, MaríaEsther acude puntualmente, acompañada de sus hermanas Araceli yPatricia, al panteón de La Piedad para limpiar la piedra yacomodar flores frescas. “Nos lo enseñó nuestra mamá”,recuerda con cariño sobre la mujer que fue enterrada este añojunto a su esposo.
La enseñanza aprendida no pudo extenderse a sus bisabuelos.Mientras eran niñas, las tres mujeres acudían cada año junto asu familia a colocar flores en un panteón de la Ciudad de México,donde descansa –o al menos lo hacía entonces– el abuelo de supadre. Poco a poco, la distancia entre Puebla y la capital delpaís espació las visitas hasta terminar definitivamente con lacostumbre. Ya quién sabe dónde esté, luegolas tumbas van cambiando. Teníamos –bisabuelos– también enMichoacán pero no sabría decirle”, se excusa, mientras observacómo sus dos hermanas se turnan para frotar con jabón, una a una,las letras de la inscripción de la lápida. Arrodilladoante la tumba de sus padres, situada desde 2001 en el PanteónMunicipal, Rubén Guarneros refleja en su rostro de bigote cano elcansancio del viaje desde la Ciudad de México. Empeñado en que eltrecho que separa ambas entidades federativas no sea sinónimo deolvido, el hombre llegó ayer solo con la única intención devisitar a sus padres, Guadalupe y Prisciliano.
La memoria de sus progenitores, que decidieron regresar durantesu vejez a su Puebla natal tras buscarse la vida en la Ciudad deMéxico, es el único rastro para Rubén de sus ascendientes.Aunque recuerda que uno de sus abuelos residía en el municipio deSan Martín Texmelucan, jamás encontró su tumba. “Ni séadónde queda”, confiesa.
“TENEMOS QUE VENIR AQUÍ HASTA ELDÍA QUE YA NO PODEMOS CAMINAR”
“Urge una persona que me arrulle entre sus brazos, a quiencontarle de mis triunfos y fracasos, que me consuele y que me quitede sufrir”. Los acordes de la canción de Vicente Fernández,tocados por un grupo de mariachis por 100 pesos las cuatro piezas,acompañan “cada año y cuando se pueda” a los padres yhermanos de Gudelia, también enterrados en el PanteónMunicipal.
“Tenemos que venir aquí hasta el día que ya no podemoscaminar, hasta entonces no podemos faltar ni un solo día”,asegura. La promesa de Gudelia se repite cada año desde que en1972, cuando tenía únicamente 36 años, perdió a su padre Pedro,militar de profesión.
La falta de registro seguida en el pasado por los panteonesimpide a Gudelia visitar además las sepulturas de sus abuelos ybisabuelos. “Como sacaban –los cadáveres– cada siete añosya no sabemos dónde quedaron, antes no te decían”, lamenta,tras acordarse vagamente de que el sepulcro de una de sus abuelaspermanece todavía en el municipio de Tetela de Ocampo.
Más allá de la burocracia –o la falta de ella– de lospanteones, la pérdida de valores sume con frecuencia en el olvido,acusa Jesús de la Torre, a los poblanos de generaciones pasadas.Ha habido un cambio de mentalidad, en laactualidad, marcada por vamos a decir el mundo cibernético, losjóvenes sienten las tradiciones del día de Muertos muy ajenas anuestros días, ya no están honrando como antes”,teoriza. Aunque repite sin dudar el nombre de sus abuelos,Rosa y Vicente, Jesús reconoce ante la mirada de su esposa Maríadel Refugio, encargada ayer de buscar agua para las flores delsepulcro de sus suegros, que perdió el rastro de sus bisabuelos.“Murieron en tiempos de la Revolución, ya uno no sabe”,justifica.
El tiempo no parece obstáculo, en cambio, para otras familias.Andrea, de 18 años, camina entre las sepulturas desordenadas delpanteón auxiliar de San Baltazar Campeche en busca de aquella queprotege el cuerpo de su tatarabuela Juliana. “Es ahí”, señaladesde lejos el lugar donde una decena de familiares llora a la tíade la adolescente, que falleció justo un año atrás.
Aunque la muerte reciente ha empañado su recuerdo, el nieto deJuliana, y el abuelo de Andrea, Manuel Tello, asegura que la mujersigue viva en su familia. “Yo no la conocí, ellos tampoco–refiriéndose a la propia Andrea y a Ángel, su otro nieto–pero les inculcamos que siempre tienen que recordarles con flores,más en estos días”, repite orgulloso.
[caption id="attachment_508472" align="aligncenter" width="600"]Foto: Erik Guzmán[/caption]